CULTURA / ESPECTáCULOS › CHUCHO VALDéS Y SUS MESSENGERS
› Por Leandro Arteaga
Como si el domingo pasado hubiese descendido una nave de sonidos al escenario del Teatro Príncipe de Asturias. Un comienzo al piano, breve y justo prólogo para la explosión sonora que sigue. Saxo, trompeta, bajo, batá y mucha percusión. Un despertar rápido, rítmico, para los espectadores de butacas imposiblemente quietas. Tanta es la fuerza que despiden estos mensajeros, venidos de un planeta de ritmos ancestrales -o de vanguardia- de nombre AfroCuba. Chucho Valdés coordina como un prestidigitador a sus Afrocuban Messengers. Sus dedos bailan el teclado, rápida y violentamente, suave y melancólicamente. Así de ecléctico es el ir y venir que convive en cada una de sus propuestas, con el brillo necesario para el lucimiento de cada músico, con la sintonía imprescindible entre las partes. La coordinación entre el grupo es plena, muy bella.
Lo hermoso del asunto viene dado por las sonrisas. Los intérpretes ríen consigo y con los instrumentos, también entre ellos, con el reconocimiento de que lo que se escucha suena bien, de que hacer música es la vida misma y de que están vivos porque están allí, rodeados de ella. El disfrute se deja sentir, contagia, se transforma en vínculo entre quienes ejecutan y quienes escuchan. Todos, músicos y público, están vivos - y se dan cuenta de ello- gracias a la música.
Allí es donde nadie percibe que el tiempo se suspende - si se percibiese, no habría hechizo -, cuando la música contradice su necesario devenir temporal, cuando lo transgrede y subvierte. No hay pausa, y si la hay será remedada por aplausos urgentes, casi furiosos. Tanto de regalo y afecto hacia los músicos, como de necesidad por más sonidos.
Un invitado sorpresa sube abordo y presta su acordeón a las teclas de Chucho. La presencia de Chango Spasiuk es alertada tres veces por la voz del pianista: "Un músico tremendo", dice, y sincera que no será suficiente su énfasis. Pero para eso está lo que sucede desde el escenario. Y sí, qué músico(s) tremendo(s). Padrino también de ese guitarrista de apariencia beatle y pequeño (de negro, formal, flequillo sólo hasta la nariz, 19 años), Marcelo Dellameda, quien abriera la noche con tres interpretaciones ovacionadas. Además, la presencia y voz femenina de Mayra Caridad Valdés mediando el espectáculo. Sube al escenario con una voz que canta al compás de su cuerpo voluminoso, de vestido luciérnaga, negra y bellísima. Tanto se la celebra que será ella quien dé el mejor cierre a la noche.
Qué celebración de música y para la música. Cubana, jazz, clásica, todo convive y revitaliza en Chucho Valdés. No se puede creer cómo suena la banda, cómo se juegan los diálogos rítmicos, con la capacidad de saber cómo y dónde desconcertar, de volver impredecible el rumbo de lo que se escucha, con guiños que el oído reconoce, con la incertidumbre artesanal que acompaña cuando no se sabe dónde quedó la identificación primera y cómo se reformuló.
Porque el piano abre, acompaña, coordina y dispara hacia lugares insospechados. Cuánto saber, historia y amor. Qué respeto, qué alegría. Cuánta música, en suma. Todo eso está allí, se nota y se percibe. La buena fortuna de haber visto y escuchado las teclas de Chucho. Nada que cualquier disco pueda repetir. El auditorio, que estuvo completo, lo supo y comprendió.
Fueron tres bises, en una noche de casi dos horas. Pero el tiempo es lo de menos. Duró todo muy poco. O todavía sucede. Queda como eco de teclas y sonidos africanos que, al escucharse, derivan de tiempos idos, de raíces profundas, así como perviven en este momento y en el de mañana. La música de Chucho Valdés aparece como bisagra de un proceso musical que está ocurriendo. Y con la amabilidad de permitir al público sumarse al viaje. Mensajeros de un más allá que queda acá nomás, dentro de lo que la sensibilidad dice.
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