Viernes, 12 de octubre de 2012 | Hoy
Por Víctor Maini
Lo que comenzó como un suplicio pasó a ser casi una necesidad. Siempre trato de quedarme con lo bueno, y esta vez no fue la excepción. Todos los meses por una responsabilidad ineludible de cobrarles los haberes de jubilada a mi madre imposibilitada, me llevan a la ceremonia de cobro en el banco Municipal. La entrega de un número en la puerta precede a tomar asiento por varias horas, para después ser llamado a los gritos por otro empleado que acomoda a los viejos de a veinte en una fila ante las cajas pagadoras. Existe un sistema electrónico instalado en el banco que nunca llegó a usarse por pedido de los propios pasivos. Necesitan un ser humano que los guíe, que los toque, que los organice. ¿A quién representa este hombre con voz marcial, que grita de veinte en veinte números enteros toda la mañana? ¿Es como un padre, como un teniente para aquellos que hicieron la colimba en su momento, es la imagen de la maestra que los acomoda antes de ingresar a clase? Eso fue en lo último que pensé aquella mañana, antes de quedarme dormido en la silla como lo hago habitualmente. Trasformé este trámite en una clase de yoga. Los movimientos lentos, el hablar pausado, las sonrisas del alma, sus miradas mojadas, sus ojos de agua, sus charlas blandas con palabras sin huesos, me sacan ansiedad, me tranquilizan, me dan paz. Si no fuera por los gritos del acomodador, no sé si me despertaría a tiempo. Es incesante el agradecimiento a este empleado por parte de los jubilados, quienes expresan su cariño con caramelos y pastillas de menta las mujeres, mientras que los abuelos le dan la mano y lo llaman maestro.
El inconsciente colectivo suele hacer estas bromas de lanzar palabras que se instalan en la sociedad y se repiten en todos los niveles. Maestros tuve muchos, pero maestra una sola. "Formen fila para ingresar, no para desfilar, no tomen distancia", fue de lo primero que me acordé de mi señorita Norma, maestra de sexto y séptimo en la Zeballos. Una mañana en que dos compañeras no paraban de reírse, tuvo que interrumpir su clase para hacer una pregunta original: "¿Se puede saber de qué se ríen, así nos reímos todos?". Laurita fue la que contestó. "Ayer fuimos al cine Echesortu y después a comer pizza a Pedrín adonde entraron unos negritos descalzos que ensuciaron todo el piso con restos de comida..." Mi maestra, después de dejar un compás de madera gigante sobre el escritorio, les contestó lo que para mí fue sin dudas lo más revolucionario que escuché en mi paso por la primaria: "¿Qué es lo que las lleva a pensar en que esos negritos no puedan comer pizzas como ustedes?... No me lo contesten ahora, tienen toda la vida para respondérselos. Tal vez esos chicos estén ahora en una escuela, o quizás se encuentren trabajando o pidiendo para poder tener la posibilidad de volver a comer pizza, quién puede saberlo, pero de lo que estoy segura es de lo que no están haciendo, ni hablando ni riéndose de ustedes". Aquella mañana en que había faltado la maestra de música, me encontró arriba de una mesa cantando "la marchita" con el bombo de la escuela. "Acompáñeme a dirección", fue la orden. Al llegar al recinto, entreabrió la puerta, miró hacia el interior y me dijo, "se salva porque no está la directora, vaya y no cante más eso en la escuela... por ahora", y me despidió con una sonrisa cómplice que nunca se la había visto.
Una noche que salía de practicar básquet en Unión me pareció verla pintando una pared con un guardapolvos manchado con pintura y un pañuelo en la cabeza, consignas como "apoye la lucha de los maestros" y "luche y vuelve". Volvimos del recreo largo aquel 11 de septiembre, se podía adivinar que había llorado en la sala de profesores, nos hizo parar y hacer un minuto de silencio. "Acaban de asesinar al presidente de Chile, Salvador Allende", fue lo único que dijo.
Uno trata siempre de quedarse con la mejor historia de las que escucha sobre el destino de alguna persona querida. Por eso creí en la versión de que había tenido suerte dentro de todo, que había estado presa hasta fines del 82, pero en realidad nunca más volví a verla. Aquella mañana, los gritos del voceador de números fueron reemplazados por varias voces de varios ancianos gritando, "gorilas", "ladrones", "profetas del odio", "corruptos", "tilingos", "tiranos", me pareció haber despertado en una puesta en escena de una obra sobre la vida de Norma Pla. No me fue difícil reconocerla, las personas que vivieron abrazadas a ideales, convicciones, principios, sumado a la valentía de vivir de lo que amaron, tienen como un aura, una mirada diferente, una juventud eterna que no se consigue con un tratamiento antiarrugas precisamente. Levanté la mano desde mi banco municipal, como cuando pedía pasar al frente para buscar el denominador común en la suma de fracciones y le grité, "¡señorita Norma, señorita Norma!" Doble emoción cuando al presentarme me reconoció con un "ah, el del bombo". Alcanzó a contarme que había terminado su carrera como directora en una escuela del pueblo de Magiolo, pero que nunca había dejado de enseñar. "Discutiendo también se enseña, ya todos aprendimos que lo peor es el silencio", afirmó. "Doscientos veintiuno, doscientos veintidós", llamaba el ordenador humano. Le mostré mi papelito con el número 231 y me despedí con un beso. Lo último que me dijo fue "vaya, vaya, forme fila, pero no tome distancia" y me regaló por segunda vez aquella misma sonrisa.
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