CULTURA / ESPECTáCULOS › FRANCIA EN LA CAMARA DE LOS HERMANOS DARDENNE
› Por Leandro Arteaga
EL NIÑO 9 puntos
(L'Enfant) Francia/Bélgica, 2005
Dirección y guión:Jean-Pierre y Luc Dardenne.
Fotografía: Alain Marcoen.
Montaje: Marie-Hélene Dozo.
Intérpretes: Jérémie Renier, Déborah Francois, Jérémie Segard, Fabrizio Rongione, Olivier Gourmet, Stéphane Bissot.
Duración: 95 minutos.
Los escenarios por los que transcurre El niño no son los habituales a la Francia de las luces y de la sofisticación, sino, más bien, se convierten en espacios periféricos, sucios, húmedos. El clima que la historia respira es también de asfixia, mientras nos introducimos en ella a partir de la joven madre que, con su hijo recién nacido, busca a gritos a su pareja. Todo ello en el medio de la calle, del tráfico, con padres que no dudan en fumar en presencia del niño, mientras la cámara registra las acciones de un modo desprolijo, ausente de esteticismos o de encuadres agradables.
Toda esta atmósfera de relato incómodo se sintetiza en el trato primero que el niño recibe de parte de Bruno, su padre, desde las miradas ausentes que hacia éste la madre obliga. Bruno trabaja con niños ladrones, casi como un Fagin dickensiano.
Pero, a diferencia de éste, el dinero que obtiene lo malgasta de modo rápido y estúpido. Los dos -ya que la noción de que son tres no parece tener, todavía, asidero- viven de un modo ligero y despreocupado, mientras nos damos cuenta de que Bruno entiende que, cuanto más grande el fajo de billetes, mayores son las posibilidades de la buena vida, mientras el alquiler del automóvil y de su placer duran sólo el día que su dinero permite.
La sorpresa, en el espectador, estará dada por la posibilidad que, en determinado momento, el argumento propone. Posibilidad que agudiza la presencia de esa otra Francia oscura y siniestra. Es la consumación de esta oportunidad la que provoca el quiebre en la pareja.
A partir de ello sí surgirá una noción diferente de convivencia, mientras Bruno se sumerge en un laberinto que ya no ofrece puertas de salida. Hay, de todos modos, un último resquicio por el que Bruno se atreve. Desde ese lugar se permite arrojar un poco de luz sobre sí y sobre el relato. Tal vez sólo sea un ápice de reflexión, pero es eso lo que le permite reencontrarse consigo y con los demás.
El niño grande, por fin, ha crecido, aunque más no sea un poco, sólo un poco, mientras el mundo cruel que oculta la Francia elegante sigue, claro, presente para el futuro del recién nacido.
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