Jueves, 23 de enero de 2014 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › NUEVAS MIRADAS ALREDEDOR DE UNO DE LOS GRANDES FILMS DE HOLLYWOOD
Un desborde que es puesta en escena, conciente de cine. El dinero como móvil y nudo de corrupción. La simpatía por los villanos. Una de las mejores películas de su director, Martin Scorsese, nominada al premio Oscar. Casi tres horas para no perder un minuto.
El lobo de Wall Street
(The Wolf of Wall Street)
EE.UU., 2013
Dirección: Martin Scorsese.
Guión: Terence Winter, basado en el libro de Jordan Belfort.
Fotografía: Rodrigo Prieto.
Reparto: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Matthew McConaughey, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jean Dujardin, Joanna Lumley.
Duración: 180 minutos.
Salas: Village, Showcase
Puntos: 10 (diez).
Por Leandro Arteaga
El inicio de El lobo de Wall Street ya es para el impacto, desde el surco que traza entre lo risible y el espanto. Allí va a parar el espectador, entre el desenfreno de los protagonistas y lo aborrecible de sus actos: diversión a partir de dardos humanos. El movimiento se detiene, la voz en off aparece, el relato se articula.
A sumergirse, entonces, en la vida y obra de Jordan Belfort, figura legendaria y verídica del mundo de las finanzas, encarnación palpable del selfmade man americano, pastor de sus verdades, maestro de la retórica, capaz de hacer creer que algo como la inversión confiable existe, mientras llena los bolsillos propios y los de su rebaño, merced a una impunidad casi legítima, que a nadie preocupa.
Todo esto a nivel superficie, que puede decirse rápidamente desde la sinopsis argumental, porque lo mayor es cuando el cine se sabe cine. Y acá, justamente, hay obra mayúscula. Es decir, las memorias de Belfort (un inigualable Leonardo DiCaprio) son excusa más que suficiente para que Martin Scorsese ahonde en un montaje fragmentado, de falsos raccords, con idas y vueltas temporales, contagiado de una sobredosis que no significa necesariamente mayor vértigo. En este sentido, y luego de drogarse con píldoras suficientes, el slowmotion practicado por DiCaprio será plano secuencia: un momento de letargo, sin montaje, de plano que acompaña las torpezas lentas del actor para subir al automóvil y conducir. Pero cuidado, lo visto no es lo que parece porque la memoria, se sabe, acomoda las más de las veces como mejor le conviene. Y el cine, se sabe, puede hacer creer cualquier cosa.
Para llegar a este momento, primero se atravesaron cambios de registro continuos, utilización de material de archivos con texturas diversas, voces en off encontradas, espejadas: la misma escena puede contener lo que piensa Belfort pero también su contraparte; entonces, quién cuenta cuál historia? desde dónde? Si el procedimiento evoca el cine del gran Joseph Mankiewicz (La malvada, La condesa descalza), lo hace en tanto diálogo cinéfilo que es costumbre en las películas de Scorsese. Por ello, Belfort como corolario de Charles Foster Kane, sea por el parecido acentuado entre sus rostros (DiCaprio y Welles), sea por la referencia en clave que esconde la fiesta orgiástica con la que Belfort recibe a sus empleados: Kane hace lo mismo para la conformación mucho dinero mediante de su equipo periodístico, entre baile y bailarinas. Las angulaciones de cámara recuerdan El ciudadano, y hacen atravesar como suspiro bello la admiración de Scorsese por Orson Welles.
Pero uno de los mejores recursos hace pie en Alfred Hitchcock. Inútilmente se ha discutido acerca de la simpatía que El lobo de Wall Street provoca hacia sus personajes detestables. Mejor será pensar por qué los espectadores se saben fascinados. Pliego moral que el maestro del suspense sabía convocar, mientras el espectador aceptaba de buen grado los cadáveres escondidos, los despistes policiales, los mirones futivos, los deseos más perversos. Lograr eso es hacer cine. Y Scorsese, como Hitchcock, es cineasta. Además, no eran ya igualmente atractivos los actos asesinos de Buenos muchachos o la insanía del Travis Bickle de Taxi Driver?
Por eso, las tres horas del film son un fresco disfrutable, que dura de manera prolongada porque así de demasiada es la vida de este millonario sin freno o escrúpulos. Cómo filmar menos? Lo increíble es que la película no dure más. Mientras tanto, son estos "excesos" los que están por estos días provocando malestar en países de Asia y Africa, repartidos entre censuras y prohibición de su estreno.
Mientras el Belfort de DiCaprio se da licencia para perder el conocimiento, por drogarse de manera ilimitada, permitiéndose hacer cualquier cosa, aún las que su inconciente dicte, lo que el film de Scorsese dibuja es un fuera de campo enorme. Lo conforman las voces de quienes atienden el otro lado del teléfono, víctimas de la danza numérica de las acciones en bolsa, los afectados por el dinero sin fin de quienes tienen y quieren más. "Fuck USA!" grita Donnie (Jonah Hill), mano derecha de Belfort, mientras incendia documentos y se orina sobre ellos. Gángsters de procedimientos diferentes, dijo Scorsese.
A propósito, si Joe Pesci fue el contrapunto perfecto para De Niro en Toro salvaje o Buenos muchachos, Jonah Hill lo es para DiCaprio. Vale decir, Jonah Hill es el nuevo Pesci de Scorsese: sin la iracundia frontal del primero, ahora ladino, detestable, rastrero.
El lobo de Wall Street respira cine por todos sus costados. Tiene una mirada despiadada sobre lo que ya es una característica social, las más de las veces asumida, sufrida: la impunidad del que tiene más, el desprecio sobre el que tiene menos. Una catarata de vejámenes atraviesa la película, son los que sustentan el auto caro de la empleada alguna vez pobre, quien llora de agradecimientos a su mentor, en uno de los momentos más patéticos, evangelistas y brillantes del último cine. Mentor o pastor, quien terminará por obnuvilar a la masa con el poder de una lapicera, su varita, secreto de la fórmula feliz, la buena vida.
Un desenlace amargo que seguramente estará lejos de la preferencia de los premios Oscar, aún cuando el film de Scorsese tenga cinco nominaciones en los rubros principales. No tiene temor de ser políticamente incorrecto (DiCaprio es su mejor exponente, con un momento masoquista, con vela literalmente incluida, que habrá de pasar a ser recuerdo antológico dentro del trayecto de este cada vez mejor actor), ni de mostrar las bajezas a las que muchos llegan, con la banderita del país como su estandarte.
Las representaciones de orgías y demás situaciones violentas -de palabras, sobre todo- que en el film abundan, debieran hacer pensar en cuándo el cine norteamericano dejó de concebirse de manera plena, autoconciente, y qué intereses le rondan como para seguir siendo lo olvidable que hoy es. Martin Scorsese aparece todavía como un último clásico moderno, sensible a lo que le rodea, esto es: al cine que se filma. Su película puede, por eso, decir sobre esta época y dialogar con la misma historia del cine. Tanto es su talento.
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