CULTURA / ESPECTáCULOS › PLASTICA. TRAZO CHAMUSCADO DE VIRGINIA COLO CHOUHY
El de Chouhy es un arte procesual, vivencial, experimental,
conectado con la autobiografía y con la ecología urbana. El
proyecto reinauguró mostrando las huellas del paso del tiempo
› Por Beatriz Vignoli
La cronista reconstruirá la historia a partir de rastros; rastros enhebrados en el recuerdo del temblor de una voz. Detrás de la obra hay otra obra, si bien aquí cabe hablar mejor de experiencia o acción. El de Virginia Colo Chouhy es un arte procesual, vivencial, experimental, conectado con la autobiografía y con la ecología urbana. Hace un mes, Chouhy lanzó esta invitación enigmática: "Un albardón puede ser un territorio de resistencia que nace del reposo. Así configuro un espacio lindero, en el que decido instalar mi trabajo y todo el aguacero acompaña para llevar adelante este señalamiento urbano".
Virginia Chouhy (se pronuncia "chuí") es arquitecta egresada de la Universidad Nacional de Rosario. Diseñadora textil y de indumentaria, hizo arte y vestuario en varios films de Gustavo Postiglione. Venía pintando cuadros multicolores habitados por mujeres de vaporosas cabelleras y creando su propia línea de vestimenta femenina pensada como "pinturas habitables" cuando, del 5 al 7 de abril de 2013, participó con Yuyo Gardiol, Sebastián Marzetti, Gastón Herrera, Lisandro Arévalo, Mauro Arévalo, Gabriela Gabelich y Román Afonso en una residencia de artistas en una isla del Paraná frente a Rosario. Una noche a Chouhy, quien (según testimonios) cocinaba en una fogata armada por sus amigos, le cayó un leño encendido, tras lo cual se zambulló inmediatamente al río con la pierna izquierda en llamas. "Pasé tres horas en el agua", cuenta. "Fue un acto instintivo de supervivencia".
Durante los 41 días de reposo absoluto que siguieron, Chouhy dibujaba. Se dibujaba, en autorretratos que ella comparó luego con tomas "subjetivas". Cambió el trazo. Las líneas que insisten y vuelven a pasar por sobre los mismos caminos son comparadas por la artista con cotas de altura del agua; con una cartografía, una orografía, un mapeo de altitudes. Un albardón: tierra anegable esculpida por el agua. Al lado de su casa, en pleno barrio de Arroyito, existe un terreno baldío con un limonero y restos de una construcción inconclusa. Ambos terrenos integraban el mismo lote, que fue subdividido por su propietario para vender una parte a la arquitecta. Ella se tomó el trabajo de remediar el lote vacío, quitando restos sueltos de la frustrada edificación y removiendo la tierra. Todos los lindes rebosan en sus jardines de plantas de diversas especies, coautoras de esta lenta instalación.
Al fin, disponiendo de las medianeras de ladrillo a la intemperie como si fuesen las paredes de una sala de exposiciones, Chouhy encoló ampliaciones de sus dibujos a gran escala en las caras internas de los muros que delimitan el terreno. Los registros iniciales de la obra sugieren un vendaje puesto sobre la carne viva del ladrillo. Agregando un par de spots, la artista inauguró su obra en noviembre del año pasado. Se encendió un fuego, como reconstruyendo ritualmente o representando aquella escena traumática de la isla. Todo se llevó adelante con la autorización del propietario del lote deshabitado.
Lo siguiente fue esperar: poner el terreno a la espera. Había que dejar que la naturaleza hiciera su trabajo, y lo hizo. En la tierra carpida y aireada, durante el subtropical verano que entonces comenzaba y ya está por terminar, la naturaleza estalló. Solas fueron llegando las semillas, la maleza, las enredaderas y hasta una gata preñada que se refugió bajo una carretilla y ahora tiene allí sus gatitos. Al crecer, todos estos seres vivos fueron entramando un ecosistema. "Se formaron vínculos", señala la arquitecta. Y también señala el edificio que se construye enfrente. Hay otro en la esquina. Nadie lo dice pero es imposible no pensar en el capitalismo que rompe los ecosistemas, preguntarse si no es acaso revolucionario cuidar la fuerza de los vínculos para que resurjan: "resistencia", había escrito Virginia.
El último jueves de febrero fue la segunda inauguración de Trazo chamuscado, tal el título de la muestra. El vernissage copó la vereda con chopp artesanal y mojitos ídem que tenían cada uno la precisión de un poema. Al fondo del jardín, un hombre asaba, preparaba y convidaba choripanes. "Qué divino", se leía en su delantal azul. Se lo sacó y debajo tenía una remera blanca donde también se leía: "Qué divino". Era su frase, según él. "Mejor no sigo preguntando", se dijo la cronista, sintiéndose un poco fuera de lugar en aquel ambiente de diseñadores.
Contrastaba con el ambiente festivo el clima reverencial que se vivía en el terreno de al lado, adonde el público entraba en grupos de siete, guiados por la autora de la obra, quien antes de entrar pedía absoluto silencio. El silencio, la penumbra y el avance por entre la vegetación (algunas malezas tenían la altura de una persona) iban creando un clima reconcentrado. Mucho de la recepción dependió del lenguaje corporal de la guía: su mirada, sus gestos, cierto porte hierático al avanzar y detenerse. Los spots alumbraban los papeles a medias hechos jirones. Al tocarlos se los sentía curtidos como cuero; las lluvias de febrero (herramientas también) habían hecho su trabajo.
Antes de salir, la cronista levantó la vista y descubrió al camarógrafo en la terraza. Era el videasta Gastón Miranda, registrándolo todo. Su registro tendrá un valor fundamental a la hora de poder pensar esta experiencia sensible como arte. Ya que por más efímera que sea la obra, por más que la vanguardia pretenda unir arte y vida, sin el registro capaz de darle forma queda todo en el terreno del ritual social.
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