CULTURA / ESPECTáCULOS › SEMBLANZA DE ALFREDO ALCóN, CUANDO ASOMó EN LA ESCENA NACIONAL
El gran actor argentino, fallecido la semana pasada, preanunció lo que sería en la versión de Torre Nilsson sobre Un guapo del 900. Y eso que la crítica había sido esquiva con ese joven talento que desafiaba al estereotipo del malevo.
› Por Emilio A. Bellon
Para muchos de los que ya tenemos más de sesenta años, que vivíamos en una zona alejada del centro, ir a un cine no ya de barrio para poder ver en esa primera semana uno de los estrenos que una inagotable cartelera nos ofrecía, era uno de los regalos más esperados. Y más aún si esto tenía lugar en esos días que orillaban el de nuestro cumpleaños. A fines de ese mes de agosto de 1960 yo había cumplido doce años. Y si bien el film se anunciaba desde sus afiches como "Inconveniente para menores de catorce años", el mismo no nos estaba prohibido. De esta manera, un grupo de amigos entramos a la sala del cine Astral, ubicado en ese añorado espacio de Rioja 960 que vio cerrar sus puertas tras un siniestro provocado por un nunca develado incendio diez años después, para ver ese estreno de este ya aplaudido director, que tanto nos había impactado a tantos, Leopoldo Torre Nilsson, con este ahora su nuevo film; basado en una pieza teatral de la cual habíamos escuchado tanto hablar, Un guapo del 900 de Samuel Eichelbaum.
En esa función, la segunda de la tarde, éramos pocos los espectadores. Nosotros, ese pequeño grupo de lo que se llamaría luego de "cinéfilos" de barrio Belgrano, ubicado algunas cuadras después del hoy un tanto desolado espacio del Village, sí nos quedamos asombrados por lo que el film nos mostraba, algo que comentamos con admiración, en esa tarde en la que habíamos faltado a clase, mientras saboreábamos nuestro chocolate con churros en la Granja Royal.
Y es que si bien la historia transcurría en el año del Centenario, en un mundo de malevos y de traiciones que vestían un determinado ropaje, estaba allí (y esto lo comprendimos mucho tiempo después) el hueso desnudo de los pesares humanos, el drama de la soledad, la ausencia y la reflexión sobre los propios actos, en un tiempo de nefastos pactos políticos. En esta pieza que con el paso de los años fue creciendo a la luz de tantas lecturas, estaba la silueta de la tragedia clásica y había sido escrita en 1940, por este notable dramaturgo, hijo de inmigrantes rusos, que había nacido en la localidad de Villa Domínguez, provincia de Entre Ríos, en noviembre de 1894.
Bajo la dirección de Armando Discépolo, la pieza se estrenó a fines de marzo de 1940 en el Teatro Marconi de Buenos Aires y formaban parte del elenco Eduardo Cuitiño en el rol de Don Alejo Garay y como Ecuménico López, su matón a sueldo y guardaespaldas, el actor de carácter Francisco Petrone. Se destacaba junto a él, la figura de Milagros de la Vega componiendo a su madre, Natividad López.
El film de Leopoldo Torre Nilsson se había estrenado una semana antes en Buenos Aires y la crítica había sido un tanto esquiva con ese joven actor que sólo contaba con treinta años, que en nada repetía al cine del criollismo y que desafiaba desde su figura al estereotipo del malevo. De esta manera, entre actitudes de rechazo, un joven Alfredo Alcón, tras haber debutado en el año 55 junto a Mirtha Legrand en un episodio de El amor nunca muere, de Luis César Amadori, ingresaba a un territorio que por sus roles anteriores, los que había interpretado en La pícara soñadora, de Ernesto Arancibia, Zafra de Lucas Demare, junto a su gran amiga Graciela Borges, El candidato, de Fernando Ayala, entre otras, le estaba, por convención, vedado.
Ya no era en el film de Nilsson, Ecuménico López, un personaje que asumía una invulnerabilidad heredada; por el contrario, su honrada singularidad, su toma de conciencia, en la figura de Alfredo Alcón lo lleva al regazo de su madre, rol que en el film asume una sorprendente Lidia Lamayson, en un diálogo que quien lo ha escuchado no lo podrá olvidar jamás; horas antes de que el personaje, que desde el texto redescubre la letra dostoievskiana, decide rendir cuentas ante la ley. Y en labios de Alfredo Alcón, este muy singular actor (a quien el mismo Discépolo se negó a mirarlo de frente cuando escuchó de él mismo que iba a componer el personaje de Ecuménico López, este personaje, que había interpretado Francisco Petrone), logra uno de los momentos más memorables de entonces, cuando le escuchamos decir: "No quiero la libertad que me esté quemando los pies, donde quiera que ande".
Con "Un guapo del 900", en el inicio de esta década en el que comienzan a surgir otros nombres en esta nueva etapa de las cinematografías, Alfredo Alcón --para quien escribe, el más humilde y talentoso, por eso el más admirado-- comienza su labor con Nilsson y de aquí en más sus roles pasan a ser multifacéticos. De Nilsson, a quien despedirá el mismo en el Teatro Sha, aquel día de septiembre de 1978, nos expresó en más de una oportunidad: "Leopoldo me hizo, me formó, me dio todo. No podría decir otra cosa, ni tampoco decirlo de otra manera".
Durante estos días, los matutinos porteños y locales han recorrido su filmografía, las diferentes estaciones de este grande de la escena quien se sintió maravillado aquella tarde de fines de los años 30, cuando vio por primera vez en un cine de Capital, junto a una prima, La gran mentira, con la mítica, admirada (igualmente por quien escribe esta nota), Bette Davis. Si bien no pudo estudiar en Filosofía y Letras por rechazo familiar, como nos comentara Beatriz Guido en sus visitas a Rosario, ingresó en el Conservatorio de Arte Escénico a la edad de 21 años. Y este mismo actor ya a fines de los '50, tuvo un gran altercado con Victoria Ocampo, ya que ella --quien lideraba "Sur"- en esos años, le objetaba el uso del "vos" al representar Recordando con ira, de John Osborne.
Tenía yo doce años cuando vi Un guapo del 900. Y desde entonces, desde ese personaje, desde su Ecuménico López, tan digno en su decisión y con ese porte que rompía con los moldes de un cine ya estereotipado, Alfredo Alcón pasó a representar esa figura de actor que está en permanente estado de modelación, sea tanto en sus inmortales actuaciones en teatro, como en cine como en algunas ocasionales participaciones en la televisión.
Cuando Nilsson anunció que era él, Alfredo Alcón, quien iba a interpretar a Ecuménico López la mayor parte de sus colegas lo refutaron: "Jugarse así por un novato", dijeron desde su propia productora Angel. Nilsson creyó en él y posteriormente junto a Beatriz Guido, como coguionista, filmaron tantos otros films, entre ellos los de los años '70, colaborando Alcón para ayudar a su más querido director en los films históricos de los años del Onganiato.
Al cerrar esta nota con puntos suspensivos, traigo a estas páginas las mismas palabras que Alfredo Alcón pronunciara en el momento de la partida de Torre Nilsson, aquella mañana del 8 de septiembre del '78, junto al afiche de Citizen Kane, de Orson Welles, tal como lo había deseado el mismo. "En nombre del Cine Argentino, pido un minuto de silencio". Y es el eco de su voz, de estas palabras, que hoy nos alcanzan y trascienden.
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