CULTURA / ESPECTáCULOS
› Por Leandro Arteaga
El escarabajo de oro: 8 puntos
(Idem. Argentina, 2014)
Dirección: Alejo Moguillansky, FiaStina Sandlund.
Guión: Alejo Moguillansky, FiaStina Sandlund, Mariano Llinás.
Fotografía: Agustín Mendilaharzu.
Montaje: Alejo Moguillansky, Mariano Llinás.
Música: Gabriel Chwojnik.
Reparto: Rafael Spregelburd, Walter Jakob, Luciana Acuña, Agustina Sario, Andrea Garrote, Mariano Llinás, Alejo Moguillansky, Hugo Santiago (voz en off).
Duración: 100 minutos.
Sala: El Cairo, hoy a las 20.30, entrada libre y gratuita, con la presencia del director.
Con películas así dan ganas de volver a la aventura. No podrá ser de la misma manera que era, algunos rasgos tendrán que cambiar, pero la esencia permanece. Entonces: un tesoro escondido entre telarañas de leyendas o una película que filmar. Si ambas cosas coinciden es porque, en suma, siempre fueron un mismo asunto. Por eso, un título que es todo un rótulo y emblema: El escarabajo de oro.
Algo similar --o diferente-- supo también realizar Walter Hill en Oro y cenizas (1992), con un mapa de historieta como corazón al que no se abandona. Es decir, la historia sigue siendo la misma, cambian las maneras de contarla. Y acá, de modo perspicaz, la pluma de la dupla Moguillansky/Sandlund. Un espejo realizador bifronte que distorsiona mientras cruza mensajes de un lado del teléfono al otro, entre países alejados, con un propósito de película que parece ser uno o parece otro, de acuerdo con quien hable. O escuche. Mujer, varón; centro y periferia; cine de allá y cine de por acá.
Ese límite, fronterizo, anuda ecos de raíz histórica, con diferencias sociales sin resolver, en donde el cine se inscribe todavía y como nunca, dada la inmediatez digital. Una cercanía audiovisual que, en todo caso, todavía se encuentra pendiente de las mismas historias de siempre. Es que hacia allí, ni más ni menos, se dirige todo el equipo de rodaje de esta película (im)probable.
El escarabajo de oro es y no es la película que dice ser. Se despega de sí mientras reafirma lo que dice. Sus personajes juegan esta ambigüedad hasta el punto más difícil: el de llegar a quedar atrapados por creerse lo que encarnan. De esta manera, la dupla directora. Pero también: Edgar A. Poe/Robert Stevenson, Leandro N. Alem/Hugo Santiago, y todos y cada uno de los integrantes de este equipo que tiene en el Dogo (Mariano Llinás) la síntesis del personaje/actor/apodo. ¿Quién es quién?
En verdad, todo relato es una telaraña donde, más tarde o temprano, se queda alguien dulcemente empantanado. Una vez allí, ¿quién dirá ser capaz de escuchar algo mejor que los cantos de las sirenas? Ellas ululan y hacia allá se fija el rumbo. Contra todo pronóstico o promesa previa. Nada hay que no pueda romperse, o torcerse, cuando el misterio seduce. Dar vueltas repetidas, con el fin de volver a saberse en la misma historia, parece ser el objetivo final, más allá de cuál sea el contenido del cofre o de la identidad de aquél que sabe más que el mismísimo diablo.
Bueno, en verdad, de los que más saben es de quienes dependen, como siempre, los hilos del relato. Cuando se desate la verdad última, allí entonces la llave que abra el cofre perseguido. El momento último con el que tantos relatos nos juegan cientos de páginas de paciencia lectora. ¿Y qué contiene? Lo mismo que la cajita exótica de Belle de jour, el cajón atómico de Bésame mortalmente, y el maletín de Tiempos violentos. Lo que usted quiera. O la promesa de otra aventura.
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