CULTURA / ESPECTáCULOS › LOS COEN SE METEN CON LA INDUSTRIA QUE INTEGRAN SIN PERDER ESA MIRADA INDEPENDIENTE.
Con astucia, colores vivos y alegorías, ¡Salve César! mira con ironía a Hollywood. Personajes estrafalarios, alguno más o menos digno, persecuciones ideológicas y grandes películas. Todo con el estilo vertiginoso y el sello de los hermanos Coen.
› Por Leandro Arteaga
Cuando el cine visita al cine, o cómo una película puede ser agente metalingüístico del mismo e intrincado laberinto fílmico en el que se inserta. En última instancia, Hollywood sabe cuándo y de qué maneras contar su historia, con conveniencia y astucia, sin evitar que otros interesados puedan revisitarla. (Es cierto que hasta ahí nomás, Kenneth Anger no ha publicado una tercera parte de su Hollywood Babilonia por temor a las demandas.) Entre estas dos premisas se sitúan los hermanos Joel y Ethan Coen, sea por su inserción en la industria, pero sin perder la mirada marginal, de cuño independiente, que le han situado como artífices del mejor cine contemporáneo.
Dentro de su filmografía, el cine negro es la categoría ejemplar: ya patente en el primer film, Simplemente sangre, con continuidad en otros: De paseo a la muerte, El hombre que nunca estuvo, Fargo, Sin lugar para los débiles. También presente en el clima de ensoñación rara propuesto por El gran salto, con reminiscencias al cine de Frank Capra.
Seguramente, el título que mejor expone esta manera particular de hacer cine, que ha hecho de estos hermanos figuras referentes y autorales, sea Barton Fink. El gran cine de los años '40 aparecía como telón de fondo para la crisis de un dramaturgo devenido guionista, nada peor. Un enrarecimiento gradual envolvía a personaje y espectadores en este film magistral. Si se contrasta aquellos tonos oscuros, caídos, con los alegres valores saturados -símil technicolor- de ¡Salve César! y sus años '50, aparece una paradoja perfecta, que delinea el trazado cinematográfico que surge al contemplar las dos décadas.
En este sentido, vale destacar que es el gran Roger Deakins quien sigue a cargo del apartado fotográfico, así como en Barton Fink, y que si hay algo que éste sabe capturar, es la ironía festiva de los hermanos. Por eso, a no creer demasiado en el clima de luz cálida y brillos que la nueva película de los Coen ofrece sino, antes bien, en lo que repta por debajo. El cine negro, otra vez, toca con astucia una nota de angustia.
Es decir, los años '50 son parte de lo que se entiende como "época dorada", pero también son el momento de la caída, de la debacle de Hollywood. La televisión está tomando el relevo, en consonancia con el clima moral conservador. No falta, en este sentido, una oferta que seduzca a Eddie Mannix (Josh Brolin), el ejecutivo que sabe cómo lidiar con los caprichos, desmanes y talentos, de las estrellas y producciones fílmicas. Mannix es una especie de salvavidas que mantiene a flote lo que no se sabe cuánto más durará. Otro ofrecimiento de trabajo le mantiene en vilo, porque le significaría el retiro de este mundo "frívolo", tal como le dicen. El diálogo tiene lugar en un restaurante, exótico, con una ventanita que media entre los actores y oficia como falsa vista al mar.
Pero previamente, atención, los Coen se regocijan en la recreación de un momento musical acuático, con reminiscencias a Busby Berkeley y Esther Williams, acá en la piel de una Scarlett Johansson iracunda, un deleite. Lo que aparece majestuoso, como homenaje sentido a esa fuga a mundos imposibles que los musicales de la MGM significaban, no deja de rebotar contra esa ventanita huraña, de corset televisivo, que apretará lo que en la gran pantalla es gran espectáculo.
En este sentido también significa el momento musical superlativo, que corta al film como momento de celebración, en donde marinos sin mujeres lamentan su última noche en tierra con pasos de baile y referencias gay. Quien guía el asunto es Channing Tatum, y lo hace a partir de una coreografía con escobillón -guiño a Fred Astaire- y vestuario que replica los que usaran Gene Kelly y Frank Sinatra en Un día en Nueva York. Está claro que ¡Salve, César! está plagada de referencias cinéfilas, y lo hace desde la admiración a un cine que ya no se hace. Grandilocuencia y artesanía que no esconde, por otra parte, los entresijos raros, siniestros, entre los cuales ocurre verdaderamente la película de los Coen.
De esta manera, y de modo inevitable, el macartismo de la época es transgredido en ¡Salve, César! como asunción literal de sus bravuconadas paranoicas, al instrumentar un comando de guionistas comunistas que secuestran a un actor estrella (George Clooney), artífice principal de la película de romanos en cuestión: una recreación monumental de los tiempos de Cristo -así como se anunciaba la misma Ben-Hur, nada casualmente en tren de remake, por estos días-, cuyo pase privado omite la representación divina porque, para eso, mejor que Mannix hable con los representantes de los diferentes credos y encuentre un acuerdo compartido. El momento es magnífico, debe verse.
En suma, y entre tanto más, ¡Salve, César! oscila entre la admiración por el Hollywood del siglo pasado, la denuncia de sus artimañas políticas y cómplices, y la pregunta sobre el devenir del cine (acá está el interrogante mayor, que nada tiene de paródico mientras dice sobre el momento actual del séptimo arte). Allí donde la voz en off alerta sobre la función catártica, de letargo social del cine, habrá que leer sin la sorna adrede. Hollywood produce un adormecimiento manipulador, sólo los Coen son capaces de decir algo semejante. No sólo eso, además incorporan en sus diálogos términos como "dialéctica" a la par de prédicas comunistas que serán reiteradas por el actor secuestrado, de "cerebro lavado", pero sin un ápice de inteligencia artística en su medio de trabajo, una marioneta. Pero a no preocuparse, Mannix resolverá el entuerto, mientras confiesa en la Iglesia su adicción al cigarrillo y mira continuamente su reloj, como si el tiempo acortase lo que inevitablemente ocurrirá: el desmoronamiento de Hollywood.
¿Será verdad?
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