Lunes, 30 de mayo de 2016 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › LA PELíCULA DE CIRO GUERRA ENCUENTRA SU MIRADA ENTRE EL MITO Y EL SABER BLANCO.
Entre la recreación histórica y el mito, la película colombiana se sumerge en el Amazonas. La música y los idiomas, la violencia y la religión. La visión mística y un mundo que desaparece bajo el avance implacable del hombre y sus ansias de expandirse.
Por Leandro Arteaga
Hay una afinidad dual en El abrazo de la serpiente. Responde a la necesidad de su puesta en escena, de una claridad formal que asombra, rodada como está en el Amazonas colombiano, entre su forestación bella y terrible. Rasgo que la asemeja, como experiencia física, al cine del alemán Werner Herzog. Pero antes bien, de lo que acá se hablaba es de la dualidad.
En principio, podría pensarse la cuestión desde las instancias que son el inicio y el final, como extremos que se tocan porque de lo que se trata, dada la figura que el título propone, es de una serpiente. La boca que muerde su cola conforma el ciclo, para que la historia pueda ser contada otra vez, al volver indisociables el desenlace y su comienzo. De este modo, la película del colombiano Ciro Guerra encuentra su estructura -su mirada de mundo, su puesta en escena-, al emparentarse con un relato mítico, de pleito inevitable con el saber científico del hombre blanco.
Lo que allí anida, entonces, es un relato bifurcado, que se sostiene a través de dos investigadores verídicos -Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes-, cuyo relevo de información ha permitido arañar algo de lo mucho que no se sabe acerca de tantos pueblos originarios. El film de Guerra recrea/mitifica a los científicos y articula sus viajes a través del diálogo temporal que hilvana la figura de Karamakate, un chamán que vive solo, como un vestigio de lo que ha sido porque, parece, presiente lo que finalmente sobrevendrá (en todo caso, esto es algo que podrá desprenderse de la totalidad del film).
Karamakate será, a su vez, dos personas: una de ellas, joven y desafiante (Nilbio Torres), en compañía del alemán Koch-Grünberg (Jan Bijvoet); la otra, más añoso y templado (Antonio Bolívar), a la par del norteamericano Schultes (Brionne Davis). Situación que resulta en clave espejada, que también se piensa desde el mismo paso del tiempo en la persona que es eje del relato. En este sentido, el film vuelve casi indistinguible el lugar desde el cual situar su piedra de toque temporal; es decir, ¿la película hace pie a partir del joven o del viejo Karamakate?
Mejor todavía, es la interrelación entre ellos lo que puede percibirse, a través de la alteración temporal que el montaje permite, sin pauta cronológica estricta, si bien con episodios que evidencian un antes y un después. De todas formas, lo que está en juego es la imagen devuelta. Tanto la visita del alemán como la del estadounidense, separadas en el tiempo, son guiadas por el interés en la planta sagrada que se denomina yakruna. Sólo Karamakate puede arribar a su encuentro, no sólo como destino por el que se esmeran los dos científicos, sino por la necesidad del recuerdo que supere al olvido. El recuerdo es el móvil del chamán viejo, preocupado por un saber que se está escapando con él. La planta alucinógena espera paciente; y de acuerdo con la propuesta formal, serán dos apariciones diferentes las que le tengan por protagonista.
De esta manera, El abrazo de la serpiente se enrosca sobre sí en su propuesta temporal, porque posee una comprensión del tiempo que no es meramente cuantitativa, sino acorde con la percepción de una vida que equivale a la de muchos pueblos, cuyas culturas han sido vejadas, sometidas. Este es el lugar mayor del film colombiano, porque lo aleja de declamaciones o bajadas de línea con mensaje, mientras articula una concepción de mundo (y del tiempo) a la que logra hacer comulgar con el montaje cinematográfico.
No faltarán los momentos más crueles, también grotescos. Si los idiomas indígenas guardan una musicalidad casi indescifrable, las lenguas más cercanas al espectador -español y portugués-, son las que saben pronunciar la palabra "caucho" con un esmero distinto. Lo evidencia el momento del cuchillazo sobre el árbol, de cuya corteza comienza a brotar el líquido blanco. La relación sígnica con la espalda del niño, herida a latigazos, promueve el uso de otra violencia. No será casual que quien responda a esta humillación, pero de un mismo modo, sea Manduca (Yauenkü Migue), el esclavo o asistente del alemán, alguien nada indiferente a las enseñanzas de estos blancos locos. El gesto no es menor, está claro, ya que acentúa en el "mestizo" una crisis que no podrá ser resuelta. Es por esto que también Manduca cumple una función dual en la película, atrapado como está en su identidad doble.
El episodio señalado ocurre durante una noche de descanso, en la misión donde reina el terror de un religioso capuchino. Ese mismo lugar será revisitado, ahora en manos diferentes, con un lunático que se cree encarnación divina, para terminar ofrendando su propio cuerpo a los dientes de sus súbditos. Las dos son variaciones de una misma sujeción, ante las cuales el chamán emplea su paciencia furibunda. Porque de lo que se trata es de poder consumar su historia personal, para cumplir con el término del ciclo. Ahora, más que nunca, es necesario recordar lo que se es, porque tal como le dice al alemán: "Su ciencia sólo conduce a esto: la violencia".
Párrafo aparte merece la dirección fotográfica de El abrazo de la serpiente, de un blanco y negro que hace olvidar la supuesta necesidad del color. La selva aparece como un abismo, también hermosa. Los sonidos de este mundo invaden al espectador entre murmullos de agua y animales. La única intrusión blanca que es acorde está en la música, allí cuando un gramófono despida un sonido que haga a Karamakate prestar una atención particular: la música es capaz de hablar por encima de todos los idiomas.
El abrazo de la serpiente ha sido premiada en el Festival de Cine de Mar del Plata como Mejor Película, además de ser nominada en la categoría Mejor Film Extranjero en los últimos premios Oscar.
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