CULTURA / ESPECTáCULOS › UN DELIRANTE VIAJE QUE HACE EMPRENDER LA PEQUEÑA MISS SUNSHINE
› Por Leandro Arteaga
Pequeña Miss Sunshine
(Little Miss Sunshine)
EEUU, 2006
Dirección: Jonathan Dayton, Valerie Faris.
Guión: Michael Arndt.
Fotografía: Tim Suhrstedt.
Música: Mychael Danna, Devotchka.
Montaje: Pamela Martin.
Intérpretes: Grez Kinnear, Toni Collette, Alan Arkin, Abigail Breslin, Paul Dano, Steve Carell, Bryan Cranston.
Duración: 101 minutos.
Salas: Monumental, Del Siglo, Village, Showcase.
Puntos: 8 (ocho)
El padre recita a auditorios mínimos su guía de nueve pasos para el hombre de éxito. La madre prepara sus almuerzos con vajilla descartable, pollo frito por McDonalds y postre de supermercado. El tío cuenta con un intento suicida, es una eminencia en el estudio sobre la obra de Marcel Proust, y sufre desaires amorosos. El abuelo gusta de la cocaína y de las revistas porno. El hijo adolescente sólo lee a Nietzsche y cumple con un pacto de silencio desde hace nueve meses. Y la pequeña de la familia es quien gana la posibilidad de participar en el concurso de belleza infantil "Miss Sunshine", en California, y embarca a todos en un viaje delirante.
Pequeña Miss Sunshine se convierte, entonces, en una carrera contra reloj, llena de complicaciones y de malestares internos. Porque lo que importa en este admirable film es el retrato de la familia tipo norteamericana, acorde con una clase media desarticulada y, por momentos, patética.
El título referencial en este aspecto es Belleza americana, sin que olvidemos la mirada terminal que sobre el "american dream" propone el cine de Todd Solondz (Mi vida es mi vida, Felicidad, Storytelling). Pequeña Miss Sunshine encuentra nexos con estas propuestas, pero con una dosis de humor que, así como burlón, se vuelve también redentor. No en el sentido de disculpar al grupo familiar, sino a través de una toma de conciencia irreverente, que culmina por desenmascarar el mundo de plástico en el que tanto desean prosperar y triunfar.
La película de Jonathan Dayton y Valerie Faris significa la posibilidad de reencontrar una comedia inteligente, por fuera de los parámetros y las convenciones banales de Hollywood. El desenlace es una fiesta en la que, acorde tal vez con la cita recurrente que el film propone del Zarathustra nietzscheano, predomina el desenfado y el desprejuicio. Como si se tratase de una prueba que el grupo familiar debe afrontar. A lo largo de ella se sufren pérdidas y angustias, pero sobre el término ya nada será lo mismo. La falsedad y la estupidez, al fin, serán descubiertas, ridiculizadas, y abandonadas.
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