Miércoles, 28 de febrero de 2007 | Hoy
El árbol de palabras, es el título bajo el cual la editorial Bajo la Luna reunió la obra de esta poeta y traductora rosarina. Contiene sus cuatro libros publicados y varios poemas inéditos.
Por Sonia Scarabelli
La editorial Bajo la Luna ha publicado recientemente, con el título El árbol de palabras, la obra reunida (19842006) de la poeta y traductora rosarina Mirta Rosenberg. Nacida en esta ciudad en 1951, Rosenberg, quien reside desde hace más de una década en Buenos Aires, ha dado a luz una producción que la sitúa entre las voces centrales de la poesía argentina contemporánea. El presente volumen reúne, además de sus cuatro libros editados -Pasajes (1984), Madam (1988), Teoría sentimental (1994) y El arte de perder (1998)-, tres secciones que recopilan poemas no incluidos en sus libros -Marginados- y otros que forman parte de su trabajo de los últimos años -de Bestiario íntimo y de Observaciones concretas-, más una cuarta sección -Conversos-, integrada por una selección de sus traducciones de poesía.
Entrar a la obra de Mirta Rosenberg es entrar a un espacio donde la materia de la lengua se vuelve cristalina, siendo el estado cristalino el de mayor orden de la materia y aquel en el cual son igualmente mayores las correlaciones internas. Sin embargo, es en el quiebre de su exacta periodicidad, en los delicados, sutilísimos desvíos que impulsan el ritmo y la sintaxis donde florece el cristal único, propio, su singular manera de nombrar lo real. Es allí que se erige la tridimensión del poema en la cual acción, lenguaje y pensamiento se enlazan para extraer el sentido -también por obra de los sentidos- de su perfecta ausencia, como "la vía del oráculo es seguir/ lo que crece desde el final".
Pero lejos de devenir esta estructura en una operación de la mente, o acto preciso de la conciencia, lo que alumbra en ella es la emoción, "emoción aclarada", es decir, recorrida desde el punto de su observación hacia ese otro en el que nuevamente toca la raíz oscura de todo lo que es, lo que somos. Y ser no es otra cosa que "sonar", entregarse a la exactitud de una potencia disruptiva que nunca convoca al fin, sino que llama a moverse en otras direcciones, a saborear los cambios de velocidad, ritmos de la urgencia o la quietud que la sintaxis de los versos patentiza, vida del poema que es la propia vida secreta de las cosas, y del yo como otra cosa que sustrae también su esencia cada vez. Por ello: "La ruptura/ en cada acción es simiente de alguna decepción/ de lo deseado que al caer, fugaz, oscuro, lento,/ se hará resplandeciente"; la poesía íntegramente es, además, una acción que "quiere entender", y quiere, por lo tanto, "la ruina y la altura" -precio de la luz-; así sus quiebres, los quiebres de la acción en tanto poiesis, creación, se tornan peculiar requiebro para lo amado, la emoción vivida, lo perdido y hecho. De este modo sucede, en el poema, un rehacerse de la lengua como "consuelo del sentido", y en él deja, por un instante al menos, de ser la suya "traición de la lengua madre/ en todos los idiomas".
La obra de Rosenberg, entonces, pone en escena una voz poética que excede al yo al que da consistencia, tanto por la forma en la que cava en él, como por la forma en que lo rodea, y hace de éste, al mismo tiempo, un espacio habitado pero también el objeto de una distancia, es decir, de una mirada y de una escucha, de un tanteo rítmico y un saboreo, de una atención, en suma, cuya fuerza lo abre y lo atraviesa, lo transforma. Escribe en "Domingo 21": "Hablo con los sentidos. Hay matices/ levísimos que cambian el sabor total/ del alimento, o totalmente/ el sabor del alimento". Voz que otorga al cuerpo en el cual el yo se sostiene otra corporeidad -que se hace cargo de lo grave en él, de su peso, sin dejar de avecinarlo adonde se aligera, adonde se torna pura respiración-; y que "facetada/ destella para que oigas/ que habla/ y que no habla".
Y por esto mismo, porque lo que destella en el cristal resiste la transparencia, la poesía de Rosenberg guarda siempre un orden de reserva, que atrae, a su vez, la demora de quien mira, lee, escucha, como en reverbero de esa misma atención que la poeta pone en juego; espejo que no termina de atrapar el reflejo cuando ya está proyectándolo bajo otra luz, el poema conserva su impulso oracular, su apetencia de entrar en el tiempo creando atajos que desarticulan la sucesión de la cronología y así, por ejemplo, el pasado, visto nuevamente, enraiza la semilla del futuro, y se vuelve "como el ahora,/ pasado y sin terminar".
Una mención aparte requiere, por último, la selección de sus traducciones, que se integran con total armonía en el conjunto de la obra y que "fueron elegidas -como señala la misma Rosenberg- en función del impulso y las direcciones que abrieron en (su) propia producción". Ya que también aquí podrá el lector reencontrarse con su certera sensibilidad y manera rigurosa de ir a la búsqueda del sentido, no de otro modo que entregándose a él, aun en ese punto donde hallarlo es hallarse igualmente en presencia de un vacío que lo dicho nunca completa; reavivado fulgor de la página en blanco ante la cual la poeta despliega, cada vez, esa pulida agudeza, la gracia que hace de su trabajo con la palabra un oficio de arte mayor.
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