CARTELERA
› Por Miriam Cairo *
A los veinte años, mi dios frecuentaba con la misma pasión y asiduidad, los burdeles y las bibliotecas. Sería redundante decir que como todo joven buscaba los extremos y que su autor preferido era Tristán Tzara. Leía poemas en los bares y su primer libro estuvo a punto de titularse "Semilla y aberturas" porque él tenía dadá en el corazón. Sus insomnios crónicos a veces le cansaban el motor y a veces se lo inflamaban.
Cuando hablaba con su madre sobre la desesperación que lo invadía, ella lo desconsolaba diciéndole que ningún dios había tenido la dicha de morir tan joven. Mentía, obviamente, como lo hacen siempre las madres.
A los veintiún años él no sabía si hacerse monje o caer preso en una cárcel nacionalista. Pudo haberse cortado el brazo derecho y enviárselo al Papa de Roma porque tenía dadá en el corazón.
A los veintidós recorrió el país en bicicleta y pudo haber titulado su segundo libro "Cinema calendario del corazón abstracto", pero no quiso ser siempre el portador de la mala noticia y además amaba una bicicleta que no era ni alegre ni triste, dadá, dadá.
Así siguió la historia. El agua salvaje, los dientes hambrientos, su ojo encerrado en un triángulo, el compartimiento para fumadores, la alegría de los astrónomos, bocanadas de buruburu formando remolinos, las mujeres usando sus lagrimitas a modo de collar, el soplido animal, el hálito salino, el capitán aaantifilósofo. También las serpientes lo amenazaban a menudo, y él cuidándose siempre de los ojos y de los azules, escondía sus milagros detrás de la puerta porque la divinidad le nació de un bastonazo. En el burdel a veces elegía a las chicas que trabajaban con las manos y a veces, las que trabajaban con los pies. También predijo que después de la guerra vendría la guerra y que las alondras estridentes se quebrarían contra un espejo, porque él tenía dadá en el corazón. Y no hablemos del solsticio. De los días cambiantes. Del guerrero vestido de negro que hacía sonar su garganta transparente y cantaba el aleluya. No hablemos de los vehículos y los peatones. Había en él un stress por circular. Condujo su historia hacia el pasado porque siempre le cayeron bien los mitos.
En el umbral de la vejez, mi dios aceptó algo que antes siempre había rechazado: en vez de ir al burdel, recibiría a las muchachas en su casa. Cuando más envejecía, más cerca de su nacimiento se hallaba. Antes de volverse eterno, dio un golpe de arco y escribió la canción autobiográfica de un ciclista que era dadá de corazón.
Dedicada a investigar si cada ser es una creación deliberada de algún otro, ella se ha convertido en una teóloga fea y promiscua, que se pasa las noches buscándole sinrazones a su causa. Ha llegado a Rosario para presentar las pruebas de su fe y durante todo el día da rodeos sin molestarse en mejorar su comportamiento. A veces se esconde tras los disfraces de un virus informático o de una saboteadora rubia y agraciada. Básicamente se comporta como un escándalo furibundo descendiendo por la escalera.
La teóloga, adjetival y promiscua, no se priva de dar entrevistas bajando del micro a la hora pico. Por ella y por las noticias, los diarios están desencantados. De todos modos, la sucia se muestra perfectamente contenta de presentarnos una excusa para que el pensamiento abstracto nos crezca como un pequeño dolor en pleno desarrollo. No duda en comentar (aunque no venga al caso) que durante diez años tuvo amantes de varios colores, incluso de otro sexo. Al mismo tiempo no provoca títulos en las primeras planas porque su actividad no hace crecer el mercado interno ni cotiza en bolsa.
Si no estuviera de pie en esta página, la teóloga se habría ganado un viaje a Malibú, para dos personas. Cualquier plomero, cualquier hijo de vecino la acompañaría porque ella es sencillamente desencantadora. Los laicos del noyo la acompañarían. A Malibú, cualquier generación posmoderna la acompañaría. Pero ella no elude su responsabilidad sobre la gnosis y las herejías y se queda entonces en Rosario, inventando ideas y palabras con el único fin de propagar la sucia barcarola de sus dioses.
Ella estudió teología por amor al fango. Nunca estuvo a la altura del viento pero sí al gobierno de los tréboles y de las pasturas blandas. Tiene pensamientos tan bajos que los desagües de la ciudad resultan altos. Se parece más a un mordisco que a un desvanecimiento. Con una brújula se orienta en el espanto. Es fresca y difícil como una granada.
Según sus investigaciones antropófagas, la teóloga sucia y, digámoslo otra vez, promiscua, dice que el alma ocupa un lugar físico debajo de la cintura, más precisamente en el túnel que separa las dos piernas. A falta de otros nombres, esa zona se llama con vergüenza, con descaro, con frambuesas. El alma o concha marina sin mar, puede alcanzar cinco veces el tamaño de un silencio. Dicha concavidad mítica siempre está a merced de un pájaro alargado, esculpido con gran economía de detalles y de orificio sediento.
Quizás como una derivación de antiguos cultos, la teóloga promiscua ha llegado a esta ciudad, simplemente como una divinidad de los jardines. Todos los que la conocemos, la veneramos. Ella se desplaza por las fantasías montada en su rinoceronte, incluso en las invenciones en las que está prohibida la circulación en carruaje, debido a la estrechez de las calles y los malos pavimentos. A su paso, los caminos se convierten siempre en carreteras magníficas.
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