CARTELERA
› Por Víctor Maini
"No prueba nada contra el amor, que la amada no haya existido jamás" Antonio Machado
Sólo sus piernas acompañaban el carro cargado con cartones que empujaba su padre. Su cabeza nunca estuvo allí. A fuerza de imaginación, calaba ventanas por donde fugarse de la realidad. Deshechos de deshechos, trozos de madera, chapa o nylon, los convertía, con sólo tocarlos, en espadas, escudos o capas indispensables para luchar contra el mal.
Pocos años de vida le bastaron para darse cuenta que si conservaba una conducta sumisa, obediente y resignada dentro de los que nada poseen, no tendría problemas con la justicia, ni riesgo de linchamiento, sólo debía naturalizar su marginalidad. Tal vez por eso prefería vivir en su mundo de fantasías el mayor tiempo posible, peleando por una felicidad terrenal que le hiciera olvidar la necesidad de un dios de galpones. Me acostumbré a observarlo todas las tardes cuando pasaba camino a su casa. Había algo en él que me identificaba. Me gané su confianza regalándole algunas revistas de historietas. Los domingos solía pasear con un grupo de amigos, siempre rezagado, hablando solo, como protagonista de una película. No se enojaba cuando lo llamaban con sobrenombres deformados de los nombres de sus ídolos, "El hombre que araña", "El Forro" o "Menos diez", él sabía que era una forma de decirle que lo querían y que era parte de un todo. Grata fue mi sorpresa cuando requirió mi ayuda para escribir unos versos para quien, según su propia confesión, era la culpable de un vacío en la boca del estómago al verla y una sensación de piel de pollo al escucharla. Acepté con la condición de reflejar en el escrito sólo lo que él sentía. Me sorprendió su poder de síntesis cuando lo manifestó: "No puedo ni quiero vivir sin ella". Por hombre no voy a contar el bello poema que escribimos. Le alcancé un sobre para una mejor presentación, pero se negó. Dijo tener pensado otra forma de envío, desde la escalera de la escuela, al regreso del segundo recreo, se lo lanzaría en forma de avioncito simulando una flecha de Cupido sobre la humanidad de Nicole. Antes de irse le pregunté si sabía lo que ella sentía por él. Levantó sus hombros simultáneamente y me recordó la esencia de los sentimientos primeros: "Eso es lo que menos me preocupa". Me quedé pensando entre conceptos propios del hombre económico en el que la vida me convirtió, ¿cuánto me costaría trasladar mi cuerpo hasta el Parque de la Costa, subirlo a una montaña rusa, introducirlo en una cámara frigorífica, esperando experimentar lo mismo que un niño? Nunca más lo volví a ver. Sólo recibí noticias por intermedio de su padre quien me acercó un papel doblado en ocho partes. Me comentó que su hijo había regresado al Chaco, junto con su madre. Mi ansiedad me llevó a preguntarle por la relación con la compañerita de grado. El cartonero me comentó resignado: "Mi pibe hace más de dos años que no asiste a la escuela. No tenía con quien dejarlo. Estaba siempre conmigo, trabajando. No es malo, pero es muy mentiroso... le pido perdón si le mintió". Fue el pedido de disculpas más ridículo que escuché en mi vida, excusarlo por portación de imaginación. Despedí lo más rápido posible al cartero, me alejé envuelto en un remolino de preguntas olvidadas. ¿Qué será el amor, un juego, una necesidad, un remedio? ¿Viviríamos tranquilos sin él? ¿Existe el amor sin piel, es necesario otro cuerpo para sentirlo o vasta con soñarlo? Entendí en ese mismo momento que el fabulador precoz había actuado con la celeridad de un superhéroe, lanzando un rayo de luz desde su espada mágica sobre esta alma sombría con la intención de reavivar mis preguntas, de no contestarlas con respuestas falsas, de no cerrarlas jamás. Que la duda, origen de toda búsqueda, es la que iba a mantenerme vivo. Al leer su carta, confirmé mi sospecha. "Nicole y yo estamos bien porque estamos unidos para siempre. Gracias por jugar conmigo. No pierda su camino, escuche siempre a su corazón. Un beso. Lautaro".
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