CARTELERA
› Por Margarita Scotta *
Ella- Discó su número para estar con él sin correr el riesgo de estar al lado suyo. Empujada contra el tiempo que él se tomaba para llamarla, su decisión se apoyaba totalmente en una no acción de él. Sintió inesperadamente lo arrasador de tener los propios motivos almacenados en un hombre y discó.
El- Miraba televisión y sonó el teléfono. Como nunca interrumpía algo que estaba haciendo por hablar con una mujer mantuvo la simultaneidad de esos sucesos en paralelo. Podía hacer dos cosas. Pero no podía hacer sólo una.
Ella- Sabía que él nunca dejaba ninguna de sus cosas por ella. Si la intención de él hubiera sido mostrarle la poca inquietud que su llamado le producía, lo que en realidad le mostraba era cómo podía incluirla en su vida (y, ella, entendió esa indiferencia como nadie jamás lo había hecho).
El- Habló muy poco en una llamada muy larga. Abría paréntesis de silencios porque no entendía que alguien llamara por llamar, no para comunicar algo. Le costaba pensar una acción valiendo por su mismo movimiento vaciada de todo tema (pero la admiraba sin decírselo por esa calidad de sus comportamientos de la que él carecía).
Ella- Ahí la presencia de ella era más fuerte. Ahí. En el silencio de un verbo en infinitivo que no conjuga otro tiempo (sólo "llamar").
El- Su ausencia no era light; a veces le pesaba esperar ser llamado.
Ella- Ya que se había atrevido, prolongó demasiado ambas cosas (el silencio y su presencia) para seguir permaneciendo cerca.
El- De pronto, por temor a quedar muy lejos, le preguntó: "¿Te dormiste?".
Ella- Le contestó: "Te dije que no" (y quedó inmediatamente intrigada por el pasado al que ella misma se habría referido) inventando un "no" dicho antes para abrir el espacio de decir algo nuevo ahora. Escuchó el murmullo del televisor de fondo pero más próximo el murmullo de la voz de él. Tal vez le dijo: "No. Estoy acá"; o, tal vez le hubiera gustado responderle así pero la emoción de escucharle decir que podrían haber estado durmiendo juntos y la suavidad del tono de la voz de él para no despertarla hablándole al oído dormido fue tan profunda que empezó a ser superfluo el hecho de haberlo llamado, también el de seguir conversando por teléfono y todavía más el de seguir comunicada por el silencio.
El- Deseó súbitamente tenerla con él. No se lo dijo para no decírselo. O sea, para no explorar un tiempo infinitivo con su "decir". Porque su temor más pesadillesco (que bien podría haber impulsado su pregunta) era el de aburrirla. Para espantar esa sombra en él, se apuró a iluminar su pensamiento con ella. Apenas un asomo de algo así como un sentimiento surgió increíblemente en el segundo en que quiso recordar alguna parte de su cuerpo y no pudo. Tampoco alcanzaba una imagen fiel de su cara. Ese vacío desesperante casi llegó a mudar su reciente deseo en amor. Quedó helado por la variación desenfrenada de sus afectos que no parecía apoyarse en nada para pivotear sobre el ritmo cardíaco. Pensó proponer cortar porque seguramente ella volvería a llamar. Sólo cuando pisó sobre la baldosa segura de esa idea no le importó perderla.
Ella- Aceptó la despedida sumisamente para quitar la acción de haber llamado ella y para salir huyendo de su cama. Pasó la tarde con cierto pudor por la intimidad alcanzada junto a alguien a quien, en realidad, conocía poco.
El- Para no pensar en lo que había estado dispuesto a renunciar, se consoló en la frase de que, si realmente estaba interesado en él, ella lo llamaría otra vez. (Perdió la pista del dial que había sintonizado de repente por reducir el amor a la prueba de su llamado); y, ahora, en la despedida, antes de colgar, por primera vez, fue él quien almacenó sus propios motivos en una mujer.
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