Jueves, 30 de agosto de 2007 | Hoy
Por Jorge Isaías
Con un andar que hacía presuponer equívoca fama de hombre vanidoso, El Urraco montaba alguno de sus parejeros o los ajenos que cuidaba y salía, al atardecer inevitable, de paseo por las calles un poco más animadas del pueblo. Esas calles de polvo aplacado por el paso rutinario del regador comunal. Iba con el ala del chambergo requintada, algo doblada hacia arriba, un barbijo casi innecesario y su rastra repleta de monedas arcaicas. El bigote era una línea insidiosa sobre el labio de tajo sensual, el rostro sometido a la intemperie no permitía sino ese color saludable a aire y sol copiosos que ostentan nuestros hombres de campo, los que pasan todavía casi toda la existencia en las tareas "de a caballo".
Como era de prever en una tierra de gringos, no era bien mirado un hombre tan afecto a las carreras, la xenofobia y los juegos de todo tipo. Aún los más inocentes, como una carrera de sortijas, y su poca afición a cualquier forma con que se pueda definir la previsión.
Tenía un terreno largo y pelado, donde por horas ataba sus caballos, en duros palenques de quebracho, donde según decían las vecinos "bien podría hacerse una quinta" para paliar el hambre de su prole numerosa casi indigente.
"Ingresar al núcleo de mi relato" equivaldría la suposición que ésto puede tener una parte que sobrepase al resto en una intensidad siquiera semántica. No lo es en este caso. Apenas interesa a mi memoria recortar su paso compadrón, meneándose en su overo ensillado con una pulcritud que le negaba a su mujer y a sus hijos.
Desde esa antigua cortada donde brincó mi niñez ya irrecuperable, lo veíamos pasar al tranco, abstraído, pero lejanamente consciente de ser algo así como el custodio de una tradición ya degradada y para colmo en ese pueblo donde los colonos aguantaban las haladas de a pie y también los soles feroces en los rastrojos asediados de mariposas y tábanos.
Un hombre que vivía de las esporádicas tareas de yerra, arreo de ganado hacia las ferias de los pueblos vecinos, algunas changas ocasionales en las cada vez más escasas estancias de la comarca. Un hombre además aficionado al lento trago vespertino del tinto, que lucía facón cruzado en la cintura, como sus lejanos antecesores, los gauchos. Un hombre que mostraba su humildad con un dejo de orgullo y resistencia hacia los gringos que según él todo lo embarraban y que no sabían tratar bien a un caballo, que no podría nunca ser bien visto por éstos, de vidas sacrificadas, padres e hijas rubias y robustas; acompañados por mujeres sufridas, de pañuelos como pájaros negros trepando sus altivas cabezas.
Así fue que El Urraco debió desposar (sin juez ni cura, se entiende) a una delgada criollita, muy sufrida, pequeña. Una trenza larga y doce partos consecutivos la definían sin sumar los golpes que muchas veces le propinaban el resentimiento y el alcohol de su hombre a través del talero.
Pero ella, como todas las sufridas madres criollas aguantaban todo sin quejas. Defendiendo su rancho a fuerza de ira y capacidad de supervivencia el pan de sus hijos.
Defendía también a su hombre de las malas lenguas vecinales. Y cuando en una borrachera, el caballo se lo devolvía, al tranco, lo desmontaba, así flácido, babeante, puro canturro y olvido, como un hijo dulcemente lo desvestía y acostaba esa carne morena y sufriente en el camastro donde habían engendrado tal vez con amor, unas veces.
Quizás aprovechara esos momentos para acariciarlo un poco, es sabido que aquellos machos tomaban la ternura como una debilidad. No sé. Aventuras de la memoria del poeta, nada más.
Retazos de una niñez vasta. Asediada por los días acumulándose en la sangre, en las retinas, en el curso lento del recuerdo que en lugar de abandonarnos nos devuelve la imagen borroneada, provisoria, pero grata siempre, atajando a la lujuria suculenta del tiempo que se fue.
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