CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Uno: Los archivos de Odessa. ¿Le parece? Ella me miró y esperó que yo le diera la aprobación. O que no. Que no me gustaba, que no era del estilo de lo que buscaba y que en todo caso buscáramos por la novela histórica o las biografías, que dijera algo, bah. Creo que Los archivos de Odessa fue el primer libro que compré en la librería. Quiero algo para regalarle a mi papá, pedí. Fue para el día del padre de cuando tendría diez años. Miro por Internet y veo que el autor, Frederik Forsyth lo escribió por el 73. Ponele que acá llegó en el 74, yo tendría, más o menos, diez años. Tapa azul, con un dibujo en negro, tipo negativo y una cubierta transparente que vería salirse cada tres segundos cuando mi viejo lo leía. Mucho tiempo más tarde leería en otro ejemplar comprado en la misma librería del carácter fetichista del dinero. A los diez, apenas si sentía un orgullo hondo de poder asir un objeto preciado al que me hacía acreedor gracias a juntar monedas del vuelto de la compra en la panadería o por sacar la basura, levantar la mesa o pasarle betún a los zapatos. Esas, al menos en mi época, eran tareas que en casa se rentaban a favor de los pibes, dos chirolas por cada una, terapia familiar que evitaba el televisor como niñera electrónica y te hacía sentir útil.
La librería huele. Y mi vieja se sonrió. Cuando le conté que ya le había comprado el regalo para el día del padre, no resistí relatarle que de ese lugar me había traído un aroma. A qué, me preguntó ella mientras acomodaba los repasadores en el segundo cajón de la cocina. Y no supe. ¿Querés que te diga? Aún no sé. Antes de contarte esto me fui hasta la peatonal Córdoba y entré a la librería para ver si, treinta años más tarde, lo desentrañaba. No es el papel ni su tinta, no. Aunque debería serlo. Pero no. Ha de ser, te dije, esa mezcla insólita de gente que quiso decir algo, poesía, ilusión y lo entregó en forma de libro, para que el resto se vea seducido a la hora de masajearlo en el escaparate. Dejate de poesía barata, me dijiste. El aroma a libro es eso. Papel, tinta, goma de encuadernar. Y punto. Y no te quise dar la razón.
Si pienso en la primera vez que entré, sé que fue mucho antes que el Odessa. Me recuerdo arrastrado por la mano de mi madre, hacia el fondo de la librería, "Libros escolares", mirando, desde la escasa altura ganada hasta entonces, las tapas de esos libros acomodados en mesas tan largas como las de los asados en el club, pero sin manteles de plástico. Mi madre caminaba y los libros pasaban. Como las luces del túnel subfluvial que también acababa de conocer, allá arriba, mientras el Fiat 1500 de mi viejo avanzaba hacia Paraná. Y yo que creía que se verían peces o algas marinas del río Paraná desde el fondo del túnel. Y nada. Como con los libros. Nada. Realidad alineada que no podía comprender. Paraná no me resultó un milagro. El Manual Kapelluz del final del pasillo de la librería, tampoco.
Dos: "Tomé de una mesa La Cartuja de Parma. Trataba de absorberme en la lectura, de encontrar un refugio en la clara Italia de Sthendal. Lo conseguía por momentos. En breves alucinaciones, para recaer, otra vez, en el día amenazador" Y sigo leyendo: "Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad. La existencia es un lleno que el hombre no puede abandonar" (Jean Paul Sartre. La náusea)
Tres: Y la librería fueron caras. Rostros. Y son. Me acuerdo de gente que fumaba pipa y elegía sus libros. Es cierto que no vivíamos en los tiempos del estado que nos enseña a no fumar, a donar órganos, a comer sano con lactobacilus GG y tantas otras prescripciones de primera necesidad en estas tierras que tiene solucionados todos los problemas básicos de la vida de sus habitantes. Eran las épocas del libertinaje, ya se sabe. Yo veía que había carteles de no fumar, pero el hombre hacía humear su pipa. Compra unos cincuenta libros por mes, me dijo entonces el vendedor, un joven moreno de poca estatura, ¿peruano o boliviano?, se preguntaban los que eran atendidos por él. Me acuerdo de los compradores en potencia. Los que se aferraban a un libro con la convicción de ser ya propio hasta que se recordaba que en el bolsillo no había con qué. Entonces se leía de parados. Tantos. Y tantos. Ya nos conocíamos entre nosotros.
Me acuerdo de una señora de mirada omnipresente. Sentada en el mostrador del ingreso, erguida, con peinado de los que se ven en los cuadros de las reinas, con un collar que resaltaba su pecho seguro, distante pero al alcance de la pregunta del que dudaba sobre un libro. La dueña. La viuda del fundador. Y sin embargo, para mí, fue siempre la abuela. ¿La abuela de quién? De alguien, qué se yo. De tanto pasear por las estanterías supe que ella era la abuela, que además estaban las hijas y, desde no hacía mucho, las nietas. ¿Todas mujeres? Parece que sí. Que la librería es de mujeres.
Me acuerdo de una mujer con un perfume y una sabiduría irresistibles. Caminaba su librería, porque en ella atendía como si fuese propia, dejando la ilusión de una estela de flores recién nacidas. Iba en busca del escaparate exacto para encontrar el título pedido. Sin dudar. Si era Neruda, hacia la pared de la izquierda. Si era Arlt, a la derecha, por debajo y sólo queda, decía apenada, esta edición económica de sus Locos. Si era Turismo, abría la vitrina que se sostenía en la columna del medio de la sala, para encontrar libros de tapas duras ilustrados con las joyas de la naturaleza argentina. ¿Cómo los encuentra tan fácilmente?, le dije cuando me animé a hablarle. Uno sabe muy bien dónde viven los amigos queridos. Y también los enemigos.
Cuatro: Librería Ross. Córdoba 1347. Te. 65378. 6 VIII 86. 03.20 I. 03.20Tot. IVA NO resp. N 1163710=857=5. Miro el ticket y recuerdo. Es el segundo ejemplar que compré del mismo libro. Porque el primero desapareció. O fue sometido a tu teoría de la necesidad de circulación de los libros con el fin de que muchos los lean. Aunque creo que sólo mis libros circulan. Es de editorial Losada y tiene en el lomo el número 345. No puedo recordar quién me lo vendió. Sí sé que no lo encontraba. Ya habituado a los estantes de esa casa, miré arrodillado toda la S. Saqué un par de los de enfrente y me emocioné sabiendo que había otra hilera de libros escondidos más atrás. Y nada. Miro el ticket y me doy cuenta que fue en octubre. Ayer, exactamente ayer, veintiún años. No me hables de casualidades. "Un libro. Naturalmente, al principio sólo sería un trabajo aburrido y fatigoso; no me impediría existir ni sentir que existo. Pero llegaría un momento en el que el libro estaría escrito, estaría detrás de mí y pienso que un poco de claridad caería sobre mi pasado." Libertad de existir.
Jean Paul Sartre quiso La Náusea. Y yo la quise gracias a la librería con abuela dueña, compradores con pipa, libros escolares en el fondo. A la librería, aunque no lo sepa, le debo la libertad de existir. Como tantos, ¿no?
Cinco: La librería Ross de Rosario cumple 70 años. Verdadero testimonio de la memoria colectiva, sólido como su edificio y no como la acomodaticia verborrea de los que pregonan recordar la historia por izquierda y cierran desde el poder por derecha, la Librería está allí. Y siento que nos contempla. La miro, la estoy mirando ahora mismo, y percibo que ella me devuelve la mirada. Directo a los ojos. Me mira. Nos observa. Será que mujeres y hombres que parieron sus libros y confiaron en ella para que custodien sus ideas, son un esperma vital de fuerza indetenible. Será que desde allí se milita con sus libros en la convicción de que vale la pena seguir pensando. Y disintiendo. Y creando. Y emocionando. Y esos mandatos, hacen nacer memoria hacia el futuro. Y ella misma, deviene necesaria. Ojalá eterna.
Hace 70 años que en un punto amado de la ciudad, hay gente que defiende el crear. Desde Sartre hasta Forsyth. Y sí. Se lo compré a mi viejo hace más de 30 años.
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