Mié 23.11.2005
rosario

CONTRATAPA

Fragmentarios 56

Por Mario Alberto Perone

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Dos gemelas bellísimas, de veinticuatro años, atractivas, sensuales, tenían el mismo amante. La situación era abierta. Los tres aceptaban alegremente esta forma de vivir el amor. Al principio, el amante visitaba a una de ellas todos los lunes, y a la otra todos los viernes. Los celos de las gemelas no tardaron mucho en aparecer. Comenzaron cuando la que esperaba su día fantaseaba con lo que estaría viviendo su hermana cuando le tocaba el suyo. Simétricamente, a ésta le sucedía lo mismo, y entonces lo que al principio les pareció un triángulo perfecto, se transformó en una tortura. El amante, percibiendo el malestar que aumentaba en ellas, propuso un cambio en los acuerdos pactados: en adelante, los encuentros amorosos serían protagonizados por los tres a la vez, un día a la semana, para no agotar prematuramente sus energías (las de él). Las cosas marchaban de maravilla, hasta que el amante comenzó a tener problemas. No se concentraba, perdía paulatinamente su vigor, y su depresión aumentaba poco a poco. Las gemelas lo notaron inmediatamente, y propusieron una reunión tripartita para analizar las causas y las soluciones posibles. Interrogaron al amante sobre las dificultades que lo aquejaban y éste les confesó que se sentía mal porque cuando estaba teniendo sexo con una, llegaba al orgasmo sólo cuando pensaba en la otra, y viceversa, y se sentía culpable por engañarlas a las dos. Las gemelas se miraron y sonrieron. Lo convencieron de que no era engaño puesto que lo había confesado, le dijeron que ellas acostumbraban a compartir y a intercambiar todo, hasta llegar al punto en que ni ellas estaban seguras de sus nombres, pero no les importaba, porque ese malestar que él padecía les alimentaba la fantasía de que estaban cometiendo incesto, cosa que ambas habían imaginado siempre, esquivándolo pudorosamente hasta ahora, pero que, aún así, sin concretarse, agregaba otro rico sabor a la relación. El amante se tranquilizó, puesto que todo se había resuelto satisfactoriamente. Pero a partir de ese momento, el amante perdió la fantasía que lo estimulaba, y después de ese desdichado sinceramiento, jamás volvió a tener un orgasmo con ninguna de las dos.

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Sí, está bien, fue Confucio el que dijo: "Una imagen vale por mil palabras". ¿Por qué no podría agregar yo, modestamente, que un acto vale por mil imágenes?

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Creo que parte de la pena que nos abruma cuando se nos van muriendo las personas con las que estuvimos vinculadas afectivamente desde la infancia y la juventud, proviene de que nos vamos quedando sin testigos de nuestra historia, y, reducidos a las relaciones recientes, sentimos cómo se vacía el pasado, hasta hacernos dudar de su realidad.

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Mi padre tenía un método contundente para educarme: me suspendía en el aire colgándome de la oreja izquierda, y agregando algunos varillazos en las piernas. No me importaban tanto los varillazos, pero sí me preocupaba mi oreja, dado que era siempre la misma, y con el tiempo, se me fue apantallando visiblemente. Mi rostro adquirió una extraña asimetría, que fue objeto de burlas y apodos humillantes por parte de mis condiscípulos. Ya se sabe, los niños pueden ser muy crueles. Muchos años después, ya independizado y con recursos propios, recurrí a un cirujano que me la operó. Tanto le recomendé que me la dejara exactamente igual a la derecha, que el resultado fue catastrófico: me la dejó tan pegada a la cabeza que, mirando de frente, casi no se ve, y por lo tanto, la oreja derecha pasó a ocupar el mismo papel que antes tenía la izquierda. La asimetría se invirtió, y así se mantendrá para siempre. Pase lo que pase, no me volveré a operar. Pero me quedó otra secuela derivada de aquel patético episodio: me convertí en un fetichista, en un obsesivo controlador de orejas, en un meticuloso inspector de, sobre todo, las orejas femeninas. ┴vido de hallar la perfección en esas maravillosas caracolas rosadas, lo primero que investigo en una mujer recién conocida es el diseño de sus orejas, apartándole el cabello con un ademán irrefrenable. A partir de allí, puede llegarme un sopapo, o una mirada de escarnio, o simplemente, un insulto y una huida hacia el nunca jamás. Estoy seguro de que me he perdido los más grandes amores de mi vida (de hecho siempre los pierdo) debido a aquellos remotos tirones recibidos por parte de mi padre, que era totalmente ajeno a los valores de la estética, y a la importancia de la simetría. Además, a esta altura de la vida, a mí, como a mi padre, ya no me preocupan ni la estética ni la simetría.

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En "Homo Sapiens" nunca pido "una lágrima". No me gusta empezar con las asociaciones penosas desde la mañana. Pido "un cortado liviano", y aquel peligro queda postergado por un tiempo. El necesario para consumirlo.

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Somos la suma de todas las personas que nos han amado, y también la de todas las personas a las que hemos amado, aunque casi nunca coincidieran las unas con las otras. Pero por debajo de esta aritmética sentimental, asoma una gran resta: la de todas las personas que nos han rechazado. Y también somos eso, y jamás lo olvidamos.

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