Jue 24.11.2005
rosario

CONTRATAPA

LA ESCUELITA RURAL

› Por Jorge Isaías *

La imagen es muy fuerte. Hay un cuadrado limpio que rodean alambrados en que llamean y explotan unos maizales altos, verdes desde donde saltan los gorriones.

Dentro de ese cuadrado hay una escuelita rural que cubren añoso árboles. Pinos. Pinos majestuosos y algún que otro eucalipto.

Primero, esa imagen de los pinos es más fuerte que la otra más tenue, donde flota la escuelita.

Entramos allí con ese sulky prestado, con ese caballo oscuro que mi madre guía con pericia de mujer campesina.

A mí me encantaban esos paseos a pleno campo, por esos caminos polvorientos, llenos de pájaros que cortaban el aire azul entre campos sembrados de girasoles amarillos, de maizales altos. Y estaban los cañadones con sus gaviotas gritonas, con sus bandurria picudas y espantosas, con esos flamencos elegantes y las garzas que embellecían todo amanecer y el resto de todos los crepúsculos.

El por qué de esos viajes esporádicos a esa escuelita rural cuyo nombre ya no recuerdo. ¿Era en campo Crenna?. ¿Era en La Riviére?. ¿Era campo La Flror?. No sé. De todos modos de algo estoy muy seguro, era hacia Cañada Ucle y las tres estaban orientadas hacia allí.

El por qué de esos paseos hasta esa escuelita rural, con techo a dos aguas, con dependencias para el maestro y su cocinera y casera, me queda muy claro.

El tío Nuncio, uno de los hermanos menores de mi abuela materna ﷓íla inefable "nona" Elisa!﷓ según se decía en la familia, se había vuelto a pasear a Italia y allí lo pescó la Gran Guerra del '39. estuvo en Abisinia y volvió casado y con dos hijos un poco mayores que yo ﷓Antonio y Bruno﷓. Su mujer era una gringa de cara redonda, con largas trenzas oscuras sobre su espalda robusta y su casi desconocimiento total del idioma de "la Castilla" como decía la familia. Se llamaba María, pero era conocida como "la tía gringa", como si el resto de la familia fueran todos criollazos de pura cepa desde cinco generaciones. Siempre me llamó la atención ese apodo, pero hoy lo atribuyo a su condición de recién venida, porque los otros, empezando por mi abuela y casi todos sus hermanos y hermanas, tenían en el país por lo menos 25 años, es decir que habían venido luego de la primera Guerra.

Todos ellos, incluida mi abuela , nunca hablaron un español fluido, pero a mí siempre me pareció que el resto de la familia la trataba con un poco de conmiseración y se reían de sus numerosos y cotidianos equívocos. Tal vez no le perdonaban que se hubiera bajado del barco hacía apenas unos meses.

La razón por la cual ellos vivían allí como caseros de la escuela ﷓y de paso la buena de la tía "gringa" le cocinaba al maestro﷓ la ignoro. Cómo se les consiguió ese conchabo, no lo sé y no lo sabré nunca. El tío Nuncio trabajaba en las chacras de sus numerosos parientes que pululaban por la zona cañadense.

Con ellos habían traído a mi bisabuela ﷓la única que conocí﷓ y era muy menuda, casi una pasita de uva con sus noventa y cinco años a cuestas y una vitalidad a toda prueba. No hablaba ni una palabra de español, pero escrutaba todo para tratar de entender qué se decía alrededor. Yo la llamaba "la nona chiquita" y me divertía en ese tiempo poniéndome enfrente de ella y preguntándole quién era yo. Me miraba como a la distancia y luego de un rato de luchar contra toda su memoria y sus recuerdos, abría su pequeña boca sin dientes y sonreía como si acertara con un examen difícil.

﷓Il figlio di la Mariucha ﷓decía sin vacilar. "Mariucha" era el apodo familiar de mi madre. Aunque sus hermanos le decían "La Negra", porque tenía una tez mate que siempre la acomplejó.

Sus nietos le habían construido un asientito adosable al caño de la bicicleta y la llevaban de paseo por esos caminos rodeados de maizales, casi como si fuera una niña o una muñeca. Y ella, feliz. Se llamaba Dominga.

Después se radicaron todos en Martínez, en las cercanías de Buenos Aires. Una sola vez los visitamos. Estaban con su casa a medio construir y como el tío Nuncio ya trabajaba de albañil, que fue a la postre su oficio, se tomaban el domingo de descanso para levantar las paredes de su propia casa como hacían todos los inmigrantes en ese tiempo del peronismo feliz, luego de comprarse su terrenito a crédito.

Recuerdo las calles de tierra y los frondosos eucaliptos de una avenida cuyo nombre no retuve y ya olvidé para siempre, recuerdo los hondos baldíos, recuerdo los numerosos pájaros y el paisaje cuasi bucólico y más que tranquilo que rodeaba esa tarde el paseo que hice con los hijos del tío Nuncio. Nunca más los vi. Creo que de grandes trabajaron en la compañía de aviación Alitalia.

Y volviendo a esa escuelita de paredes muy blancas y tejas muy rojas, diré que en esas mañanas luminosas yo entraba al aula donde un maestro rubio, de nariz aguileña y de guardapolvo blanco impartía clases para cuatro hileras de bancos con sus cabecitas rubias y atentas. Una hilera para cada grado.

A mí me sentaban en la hilera que correspondía a mi grado y me tomaba la lección como a los otros y como yo sobresalía entre todos, él me ponía de ejemplo, en un gesto que no se me escapaba la ironía. Yo no era más inteligente que ellos, la razón estaba seguramente en que los programas iban un poco más adelantados en el pueblo. Los otros chicos y chicas me miraba con admiración y recelo. Y yo por un rato era el más lúcido del curso, aunque ellos ignoraran la razón, que no se le escapaba al maestro, y que él aprovechaba para azuzar a sus alumnos tal vez un poco aburridos y desatentos con tanto pájaro que cantaba en las ventanas de esa lejanísima escuelita rural. La demagogia se puede perdonar en un maestro que tal vez no tendría muchas armas pedagógicas para incentivar a sus alumnos. Lo que nunca supe es cómo hacía para dictarle a los chicos de distinto nivel en un mismo aula. Estimo que como el aula era única y el maestro también, sería la manera en que aprendían todos los chicos de todas las escuelas rurales.

No obstante, en ese tiempo no lo sabía, yo era feliz.

Al atardecer volvíamos con mi madre, luego de haber pasado todo el día allí, de visita. El tío Nuncio ataba el caballejo, que se había hartado de comer pasto del bueno y al que había que convencer que la buena vida dura poco y entonces desandar el camino que habíamos hecho casi al alba.

Otra vez maizales y pájaros y bichos acuáticos en los cañadones.

Ibamos hacia el sol que lentamente moría tras los pinos lejanos y cuando ingresábamos en las últimas calles del pueblo, el crepúsculo nos bañaba de sangre y la escuelita empezaba a ser recuerdo.

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