CONTRATAPA
› Por Beatriz G. Suarez
En 2002 la laguna de Melincué creció tanto tanto que casi arrasa al pueblo y se lo lleva al más allá.
Avanzó el agua negra llena de yodo y odio, odio yodo mezclando con inclemencia climática y pasado furioso, entre Leonardo Favio y la noche que fue Tormenta al club Náutico, la noche en que nosotras crecíamos en malla.
Hoy el pueblo pasó de casi no a casino; decían que si se ponía la oreja en el piso de la iglesia podía escucharse el murmullo de un río subterráneo que alimentaba la laguna (¿y por eso la hacía infinita?) y hoy, lejos de los indios Ranqueles, la teoría del ojo de mar y el hotel amarillo, uno camina el borde húmedo y un aire de importancia se respira, picante y publicista.
Eran el sesenta y pico, no avizorábamos ser grandes y en la canasta de asados estaban Teresa, Miguel, mis Tatos, mi mamá, Dante, y mi hermana más chica, siempre chica y difícil. No sabíamos que se iba a inundar y a recuperar después.
El hotel de Esther Tacconi, con 34 habitaciones y una explosión musical por sábado, estaba ahí, en el tumulto nos hacíamos grandes porque el aire de San Urbano era gratis y el futuro tozudo.
El pueblo de Melincué pasó de casi no a casino y en el medio transcurrieron la infancia, la adolescencia. Desde la adultez escribo.
Hoy hay avistaje de aves, antes existían flamencos raros, locamente rosa.
Hoy vienen desde Perú, antes viajaban desde Wheelwright hasta allí para hacernos felices en la siesta del domingo regulada en la panza de mi abuelo, socio del Náutico con carnet azul y foto redondita.
¿Dónde estás Melincué sin código urbano, sin cabañas, sin edificio ni palmeras de Miami? ¿Dónde quedaron los años de esperar a Horacio Guarany en la isla (ese rizoma de pueblo levísimo y sincero)?
Una municipalidad de gaviotas mira firme el horizonte, una rana mendiga terreno; agotada, la laguna marrón me trae un depósito de llanto que querría no ver, no tocar, no sentir.
¿Dónde estás Melincué de aquellos años, arrugando mi corazón de tanto amor a la parrilla? ¿dónde está mi hermana flaca? ¿dónde estoy yo ahora que no la tengo?
Uno entra a la localidad actual y alguien acaricia un privilegio, la recorre en limusina.
¿Qué pasó? ¿bajó el agua o nuestras emociones?
Los ravioles de Esther flotan, el oro general de los setenta también.
Los que fuimos no somos ya los mismos.
Pero una ficha juega aún en aquellas ruletas de los primeros dones.
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