Mar 13.11.2007
rosario

CONTRATAPA

Una lágrima tuya en el cristal de la ventana

› Por Miguel Roig *

He cerrado el libro y escribo. Llevo tres horas de demora en el aeropuerto de Barcelona. Estoy frente a un gran ventanal. Ha dejado de llover y detrás del sarpullido del cristal, a lo lejos, se ve la franja azul, horizontal y oscura del mar, y por encima, la mancha ahora clara del cielo de un celeste luminoso y según gana altura, la coloración se disuelve gaseosamente en una tonalidad blanquecina. Parece un cuadro de Rothko.

Viajo a las islas, a una fiesta familiar, y como es un fin de semana largo hay miles de desplazamientos con sus obvios inconvenientes. La demora se mitiga con las sorpresas que depara el libro.

"Si quita usted la mentira vital a un hombre corriente, le quita al mismo tiempo la felicidad".

Esta sentencia la suelta un personaje de El pato salvaje de Henrik Ibsen, pero yo la acabo de leer en la novela Pudor y dignidad de Dag Solstad, en la que el narrador la rescata para armar la estructura psicológica del protagonista. Aunque los textos están separados por un siglo, ambos autores nórdicos apelan a un mismo reclamo: sin una construcción artificial, personal, imantada de falsas verdades, es imposible salir de la cama por las mañanas. Hurgando más en la trastienda de la frase, se puede leer la "mentira vital" como una religión laica, en términos extremos, para desbaratar la verdad esencial: se nace para morir y ambos actos escapan a nuestra capacidad volitiva.

De tanto en tanto, al azar, releo alguna de las cartas que Flaubert le enviaba a su amante, la poeta Louise Colet. Hasta hace poco lo hacía creyendo que se trataba de una prueba concreta de esta religión laica a la que me refiero: el testimonio íntimo y real de las peripecias de un creador aferrado a su verdad ﷓la ficción vital extrema﷓ que ha encontrado un interlocutor con quien compartirlo o, por qué no, una excusa para esbozarlo a través de un monólogo camuflado en un epistolario, como es el caso. Pero una charla con el crítico español Constantino Bértolo puso en duda esta certeza. Flaubert, según Bértolo, escribe a su amante y por tanto, aunque las cartas incluyan referencias explícitas a la relación sentimental que une a ambos y ese sea, aparentemente, su fin principal, la estrategia del narrador, Flaubert, no abandona su condición de amante cuando habla de su labor literaria. No es el escritor Flaubert el que relata un problema artístico a la poeta Colet; sigue siendo Gustave, el amante solitario ﷓hay que pensar que él está en Croiset y ella en Paris﷓ que le habla a su amada Louise. En otras palabras: Flaubert intenta mantener vivo el objeto del deseo de su amante a través de un artefacto literario: el discurso amoroso continua, aunque oculto, en el relato de su labor creadora. Flaubert construye una mentira vital a la altura de sus posibilidades para no perder la felicidad.

¿Qué es la felicidad? Para Flaubert, trabajar en su obra todo el día y escribir las cartas a Louise. Con lo cual, por un lado, abarca lo sublime ﷓y éste es un giro romántico﷓ y por el otro, se ampara de la soledad como cualquiera de nosotros. Mata dos pájaros con un solo tiro.

Han desparecido muchas gotas del cristal de la ventana. Mi vuelo sigue sin tener una hora de salida y Rothko continua siendo el paisaje de fondo.

Voy a una fiesta familiar, escribí más arriba. Seré el padrino del hijo de un primo. Cuando mi primo me llamó para proponérmelo, acepté, por supuesto, pero me sentí atrapado en una ficción que excedía mis posibilidades. He sido formado en la tradición cristiana e, incluso, de niño ejercí de monaguillo en la parroquia del barrio. Pero hoy día me siento tan ajeno a aquel relato como cualquiera de mis amigos judíos ante la celebración del Shalom Zajar o la ceremonia de Bar Mitzvá.

Hace unos días, durante una comida, le conté esta circunstancia a un conocido y me dijo sin dejar de girar el tenedor ovillando los spaghetti: tú, sostén al niño y cuando el sacerdote te pregunte si renuncias a Satanás, le dices que sí y ya está.

He asistido, como muchos, supongo, a bodas y funerales, respetando la ceremonia en silencio, sin sentir la impostura ya que ésta se diluye en la circunstancia del momento, ya sea festiva o de dolor, pero el caso que cuento requiere una participación activa a la que nunca me había enfrentado.

Tiempo atrás, teníamos en casa una bolsa con ropa que ya no usábamos y me fui hasta una iglesia cercana para entregarla en una suerte de organización caritativa que funciona junto al templo. Entré en la sacristía, dejé la bolsa y al salir, sentí el murmullo que se escapaba por una puerta que comunicaba con la nave de la iglesia. Abrí la puerta y me quedé unos minutos observando a los feligreses entregados en silencio al rito del que no participo desde mi lejana adolescencia. Sentí una atracción curiosa por esa quietud, esa entrega muda. Pasaron varios días hasta que pude desentrañar la contradicción: es la nostalgia de participar en un acto colectivo, religioso o político, suspendiendo las trabas que impone la razón para participar y contribuir a una mentira vital que desbarata los argumentos de lo real, siempre hondo e inasible. Es también el atajo para esquivar la soledad, para evitar el encuentro con uno mismo.

El escritor Antonio Muñoz Molina sostiene que frente a un cuadro de Rothko uno siempre está solo. Esos campos de color que se difuminan, que enlazan unos con otros, fundidos como si fueran el ensamble de nubes con distinta tonalidad, crean un atmósfera, un misterio difícil de descifrar pero sencillo de comprender. Esos colores experimentan un mínimo temblor, una incandescencia que remite a cierta religiosidad, a un acto íntimo no ya de fe o trascendencia, sino de introspección hacia nuestra propia contingencia. Rothko sí se propuso alcanzar lo sublime y creo que lo logró: levantó su personal, eficaz y pura mentira vital; su propia fe. En la Tate Gallery de Londres hay una sala amplia como un templo que alberga una serie de cuadros inmensos que cubren las altas paredes de la galería. Son masas púrpuras, oscuras y que a su vez se van ensombreciendo según ganan el centro del lienzo. La sensación que imprimen es también oscura; en el silencio de la sala y si hay suerte de que en ese momento no haya gente, se atisba el destino al que estamos expuestos pero con una calma que no es resignación: hay una leve vibración y ésta, me parece ahora, puede que sea la tranquila dicha de ver que es posible representar este estado de la conciencia. Rothko fue avanzando, sólo y en silencio, oscureciendo los lienzos cada vez más sin llegar nunca al negro: se suicidó antes. Fue radical hasta en eso: rozó lo sublime con su propio cuerpo.

Frente al cuadro, frente a la vida, te quedas siempre solo, encerrado en tu propio silencio. Algo difícil de aprender a soportar, tanto como admitir que estas gotas de lluvia que aún quedan en la ventana no son lágrimas de Dios. Sólo son gotas y si cabe una metáfora, podemos suponer que son apenas el reflejo de las que no dejamos escapar. O el recuerdo de las que alguien ha derramado por ti.

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