CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Alrededor de la medianoche, a la hora señalada por mister Wingren, Fernando llega al bar donde tienen que encontrarse. Cruza el umbral, da unos pasos y vacila. Es una habitación rectangular no muy grande y oscura, con no más de una docena de mesas. En la penumbra, apenas iluminada por una lámpara colocada junto a la caja registradora que divide la barra en dos, alcanza a ver tres parejas que comparten sus tragos en silencio, sin demasiado interés. Camina hacia el fondo del local, aproximándose a la luz. Sentado en un banco alto, detrás del mostrador, un tipo de edad indefinida y mirada vacía, fija, se entretiene jugando con unas tapas de gaseosas. Las desplaza con sus dedos y las hace chocar unas con otras y ese gesto mínimo, casi infantil, le produce un placer insólito.
-Vengo a esperar a alguien -le anuncia Fernando inútilmente.
El tipo no le presta atención, absorto en su juego.
-No, mi amigo -dice una voz profunda, unos metros a la izquierda -, viene a encontrarse con alguien que lo está esperando.
-¿Mister Wingren? -pregunta sin necesidad Fernando mientras gira su cuerpo en dirección a la voz.
-No se acerque. Para usted es mejor no conocer mi cara.
-No creo que sea para tanto -protesta Fernando.
-Ese es su problema -lo interrumpe la voz, cortante-. Que no cree en nada. Esta historia es más peligrosa de lo que usted supone.
Fernando se queda inmóvil. Por más que intente aguzar su vista, no puede distinguir los rasgos de ese hombre que le habla desde el extremo de la barra. Lo último que consigue ver con algo de claridad es su propia imagen reflejada en el espejo que cuelga en la pared, detrás de una fila de botellas, cuyo marco termina justo antes de su interlocutor. Permanece de pie, mirando las sombras.
-¿Y Vila Ortiz? -lo interroga mister Wingren.
-Tiene asma, no pudo venir.
-¿Los cambios de clima?
-Algo de eso -asiente Fernando-. ¿Y don Nicanor? -retruca.
-Hace días que no nos encontramos -aclara mister Wingren, quien ahora parece más relajado-. No es seguro en estos momentos, aunque usted piense que exagero.
Fernando no le contesta.
-¿Por qué no se sienta y pide un trago? -ofrece mister Wingren.
-No creo que el tipo que atiende me escuche aunque le grite -dice Fernando en tono burlón-. ¿Notó que sí creo en algo después de todo?
Mister Wingren ríe con ganas: una risa sonora, limpia y franca.
-¿Y usted qué toma? -sigue Fernando con leve ironía-. ¿Un gimlet? ¿Tienen jugo de lima en este lugar?
-Mucha novela negra, mi amigo -mister Wingren vuelve a reír.
-No tanta como usted, mi amigo -susurra Fernando.
-¿Cómo dijo?
-Si quiere me acerco y lo repito -desafía Fernando.
-No sea estúpido -refunfuña mister Wingren-. ¿Para qué quiere correr riesgos? No gana absolutamente nada sabiendo quién soy.
-Es que ya sé quién es usted.
-Quise decir que no gana absolutamente nada viendo mi cara. Y no, no sabe quién soy en realidad. Sabe sólo aquello que don Nicanor y yo queremos que sepa. ¿O es tan ingenuo para pensar que soy un detective inglés que desembarcó en Rosario para luchar contra el crimen? Vamos, es más inteligente que eso.
-Gracias por el elogio.
-No se enoje, y escuche.
-¿Quién es usted, mister Wingren? -pregunta Fernando.
Por unos cuantos segundos, el único sonido es el de las tapitas que chocan sobre la barra, insistentes, rítmicas.
-¿Quién es usted, mister Wingren? -insiste Fernando.
Como sigue sin obtener una respuesta, Fernando vuelve a la carga.
-Porque al fin y al cabo, si esta historia es tan peligrosa como debo creer, lo menos que puedo exigir es saber con quién estoy hablando, ¿no le parece?
-Está bien, tiene razón -concede mister Wingren. Antes de seguir, hace una pausa y bebe unos sorbos del contenido de su copa.
-Mi nombre no es Wingren ni soy ningún mister, Fernando. Tengo más o menos su misma edad y soy tan rosarino como usted. Nicanor fue un gran amigo de mi padre: cuando él murió, podría decirse que lo heredé, que heredé su amistad. Uno de mis bisabuelos nació y vivió mucho tiempo en Alemania; Nicanor deformó su apellido y le agregó el título de mister para que pareciese inglés. Creo que lo divertía pensar que para resolver las intrigas claramente "serie negra" de "Los criminales eruditos" él contaba con un detective de los "policiales clásicos". Mi profesión no importa, pero sí es cierto que siempre tuve "ciertas veleidades de cuentista" como Vila Ortiz escribió hace un par de semanas. Así empezó mi ayuda a Nicanor: redactando o pasando en limpio las memorias de sus años difíciles, corrigiendo los resúmenes de sus investigaciones, acompañándolo en las madrugadas mientras el viejo tozudo busca la verdad, o algo parecido a la verdad.
Mister Wingren apura el resto de su trago y se aclara la garganta.
-Y hoy estamos cerca, muy cerca de conocer esa verdad. Créame que tengo miedo: no soy ningún valiente, nunca disparé un arma y no recuerdo la última vez que crucé algún puñetazo con alguien. Ahora sí me conoce un poco más.
Fernando va a decirle algo pero percibe un movimiento rápido y deja de ver las manos huesudas de mister Wingren (que durante toda la conversación han permanecido inmóviles, apoyadas en la barra). Sin dudar, corre hacia el extremo del mostrador y llega a tiempo para encontrar una puerta lateral que se cierra, un taburete vacío y dos sobres azules. Y una nota manuscrita, con la tinta aún húmeda: "Me hubiera gustado decirle hasta la vista, amigo, pero temo que debo decirle adiós". Y una firma: "mister W".
Desiertos. ¿Solamente de arena? ¿O también de sal? ¿Quizá de vidrio? ¿O desiertos de rocas, de papeles, de poemas? ¿Es imposible el desierto de agua? Tal vez el pasado como nuestro personal desierto. El primer significado en el diccionario (aun cuando importe poco) es aquel sitio que se encuentra deshabitado, donde no hay gente. Puede existir, entonces, el desierto de la ciudad o el desierto de un bosque. Creo (pero es una cuestión de fe) que el cuarto significado de desierto involucra la ausencia de agua, diferenciando el desierto caluroso del desierto frío. Por otra parte, ya fuera del diccionario, fuera de la percepción, para cada uno hay, en algún momento, un desierto, haya la gente que haya, con agua o sin ella. Sabemos bien que para el hombre público existen ocasiones en que se encuentra en un desierto. El náufrago, en medio del mar, está navegando un desierto. El poema que nos interesa se encuentra en medio del desierto. Las voces de muchos suelen constituir un inmenso desierto insoportable. Si uno se demora en llegar al fin cuando hace el amor es porque sabe que una vez llegado a ese instante, aparece el desierto. ¿Hay un desierto de sonidos? El silencio tiene sus sonidos, por eso no hay un desierto de silencios. Pese a que los desiertos son silenciosos. El desierto no es necesariamente nocturno. Nuestra muerte será un desierto, pero no para nosotros sino para los demás. El vacío que deja el que muere es un desierto que asombra. Las fotografías son silenciosas, como algunas viejas cartas. Los animales de la mitología o los animales inventados por Borges o por otros habitan un desierto. El Minotauro -el Asterión de Borges- se deja matar porque ya no soporta el desierto que es un laberinto, el más enloquecedor de los desiertos. Uno de los Minotauros, ciego, de Picasso, se deja rescatar del desierto por una niña que lo lleva entre las desérticas ruinas. Las historias que se conocen pero no se cuentan son un desierto. Aquellas que se escriben pero se pierden sin remedio son un desierto particularmente triste. Hay quienes desean habitar algún tipo de desierto. Hombres enamorados, por lo general, a quienes las mujeres que ellos aman han dejado de amar. Entonces todo lo que caminan o viven es un desierto. Los verdaderos desiertos no tienen sitio alguno que sea su concluyente antípoda. Nada puede oponerse al desierto. Se puede vivir en lugares que no son el desierto, pero entonces el desierto, que parece no tener existencia real, pasa a ser un lugar de la imaginación, aun cuando figure en los mapas. Esos desiertos de papel son un intento desesperado de lograr que el papel pueda ser el desierto. Curiosidades de las cartografías más sofisticadas. Hay gente que nunca podrá saber de qué se trata eso de habitar el desierto. La mayoría de esas personas son desagradables, tipos que uno jamás quiere tener cerca., pero que igual suelen acorralarnos. En realidad, escribir sobre el desierto -como escribir sobre el amor, el dolor o la felicidad- es algo tramposo. Hay que callar para conocer la esencia de lo desértico.
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