CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
- Siempre imaginé que mister Wingren no era tan joven -digo algo sorprendido.
Fernando no me contesta. Tiene los ojos entrecerrados; su mano izquierda se mueve rítmica, liviana, acariciando la cabeza, las orejas, el lomo de Justine.
- A mí, en cambio, me intriga que haya puesto un texto en cada sobre. ¿Por qué no dejó los dos juntos? -pregunta abriendo apenas los ojos.
La gata se frota contra sus pantalones. No suele asomar sus narices fuera del dormitorio cuando hay visitas, salvo algunas excepciones. Creo que Fernando heredó de su padre la virtud de conseguir que los animales (al menos los que han vivido en mis sucesivas casas) se relajen en su presencia, se abandonen con una confianza instintiva y plácida.
- Siempre imaginé que mister Wingren estaba más cerca de mi edad que de la tuya -insisto.
- Ahora volviste a tutearme. Qué suerte.
Busco entre los discos de Bill Evans uno que quiero hacerle escuchar.
- Pero no te olvides de algo -aclara Fernando-. Sólo repito lo que él me dijo; es imposible saber si mentía o no.
- No seas tan desconfiado -protesto mientras me siento en un sillón frente a él y suenan los primeros acordes del piano.
Un ruido en el pasillo sobresalta a Justine, quizás una puerta que se golpea o el chirrido de las correas del ascensor. La gata huye a sus dominios.
- Supongo que yo pensaba lo mismo que vos -admite Fernando-, pero parece que ambos nos equivocamos. Mister Wingren no es mucho mayor que yo.
Me distraigo un poco con el solo de Evans y le cuento, acaso por enésima vez, que pude conocerlo cuando vino a tocar a Rosario. Fernando asiente como si mi relato fuese una novedad absoluta.
- ¿No te preocupa saber por qué había dos sobres en lugar de uno? -pregunta.
- Es probable que mister Wingren quisiera que los textos se publicaran por separado. O puede ser que él haya escrito uno y el otro se lo entregó Nicanor.
- Sí, puede ser, ya lo había pensado. Pero no creo que mister Wingren sea el autor de ninguno de los textos, o por lo menos que los haya escrito en su totalidad. Los dos tienen la marca inconfundible de Nicanor Pérez.
Me inclino para encender una lámpara de pie. Ya no entra tanta luz por el balcón.
- ¿Te parece importante saber quién escribe? ¿Por qué no preguntarnos, en cambio, si el color azul de los sobres no es una pista, una clave para descifrar el misterio?
Fernando se ríe.
- A veces me da curiosidad, o más bien siento que es una especie de desafío poder descubrir las intervenciones de mister Wingren en la escritura de Nicanor. Antes me resultaba más fácil; ahora es bastante menos simple, el enigmático detective ha logrado mimetizarse con el estilo de Nicanor, con su lógica supuestamente poco rigurosa. Porque no dudo que es tu viejo amigo quien redacta la mayor parte de la historia. Mister Wingren la rellena, la ordena un poco, pasa en limpio los originales desprolijos. Para decirlo de otra manera, es don Nicanor quien lleva el peso del relato y mister Wingren juega un papel secundario.
- No sé si estoy tan de acuerdo -lo interrumpo.
- Vamos a un ejemplo concreto -desafía Fernando-. Según vos, ¿quién escribió los textos que mister Wingren abandonó sobre la barra en el abrupto final de nuestra conversación?
- "Desiertos" es un típico fragmento de don Nicanor -razono-, pero "Zoológicos" puede ser un cuento de mister Wingren. Como él mismo dijo que yo señalé, parece tener "ciertas veleidades de cuentista".
- "Zoológicos" es un cuento sólo en apariencias. Si lo leés con detenimiento es, como vos definías recién, "un típico fragmento de don Nicanor". Mister Wingren puede haber agregado una palabra aquí o allá, pero te puedo asegurar que es incapaz de escribir un texto así.
- Hoy estás un tanto áspero -bromeo para evitar una discusión sin sentido-. ¿Querés elegir el próximo disco que vamos a escuchar?
Zoológicos
En una ciudad de Europa central, ajena a los habituales conflictos que allí se producen y curiosamente no reclamada por ninguna de las naciones fronterizas existen, como una atracción turística conocida por pocos, algunos zoológicos, si bien ignoramos si ésa es la palabra que los define. El idioma de la ciudad es un dialecto que pertenece en realidad a otro idioma cuyo nombre se ha olvidado, aun cuando se conservan manuscritos (no demasiados) escritos en ese lenguaje perdido. Increíblemente, la historia parece haber pasado sin tocar ese paraje extraviado. Se sabe que los romanos llegaron a estar asentados en esas tierras y también los bárbaros, pero después permaneció intacta durante las dos guerras europeas. Dada su ubicación, uno daría en pensar que perteneció al Imperio Austro-Húngaro, pero no es así. Sus habitantes no han quedado al margen del progreso y la mayoría de quienes han estudiado carreras universitarias lo ha hecho en universidades de Alemania, Francia o de Inglaterra. En sus calles se conservan edificios antiquísimos que no responden a los estilos más conocidos. Se podría decir que constituyen una rara mezcla de todos ellos, si bien no son contemporáneos los unos de los otros. No resulta descabellado afirmar que la arquitectura actual es de vanguardia, aunque todas las construcciones parecen extenderse horizontalmente y no hay edificios altos. Una de las cosas que más llama la atención es que hasta los menos instruidos de sus pobladores parecen comprender una buena cantidad de idiomas y los hablan con bastante fluidez. Además, enriquecen su propio dialecto con términos que provienen tanto del español como del sueco, por citar dos ejemplos. Incluso pueden comunicarse, por más que suene exagerado, por medio de ideogramas, si bien esta forma de expresión se da solamente en algunos barrios. Pero dejemos ahora el lenguaje de esa ciudad cuyo nombre es tan secreto como el nombre de Dios y volvamos a los zoológicos. Empecemos por uno que era inmenso. Los animales no estaban encerrados justamente en jaulas sino en grandes construcciones de vidrio que se sostenían con pilares de cemento que se hundían varios metros en la tierra. La primera de esas edificaciones estaba dedicada a las serpientes, pero no era un serpentario común. Las víboras venenosas no podían llegar hasta los sitios donde se encontraban las que no lo eran. El clima se mantenía con un sistema que no sabríamos explicar; tampoco nos resultaría sencillo describir cómo esos "cubículos" estaban aireados. La que le seguía en tamaño contenía arañas, desde las más gigantescas a las más pequeñas. Había en su interior algo que podríamos llamar "esculturas", que permitían a las arañas tejer sus telas. El tercer habitáculo estaba reservado a las cucarachas. Inútil sería el intento de expresar con palabras cómo era, salvo que se trataba también de una construcción en esa especie de vidrio acerado. Una fotografía podría acaso dar una idea, pero por desgracia en esa ciudad de Europa central está terminantemente prohibido tomar fotos en los zoológicos. ¿Sería alguien capaz de dibujar de memoria ese sitio que en algún momento parece no tener fin? Por mi parte, no puedo y en realidad no quiero. Ya me cuesta escribirlo. Para llegar a los otros edificios del zoológico había que atravesar un bello puente sobre un arroyo bastante turbulento. Entonces se veían los nuevos habitáculos. Uno estaba dedicado a los seres de la mitología. Allí convivían (es un decir) el unicornio con el dragón, los pegasos con las medusas, los faunos con los minotauros, todos en una paz que uno ignora (y seguirá ignorando) de cuándo data y si se mantendrá así por mucho más tiempo. El próximo paso fue hasta el lugar donde se encontraban los animales inventados por el hombre, una suerte de "Manual de la zoología fantástica" pero en carne y hueso. Leer el libro de Borges es, sin embargo, más enriquecedor que observar a esos "bichos" en vivo. Más largo era el trecho hacia la siguiente "jaula de vidrio" como la llaman algunos. Caminamos sin apuro, los pocos que íbamos quedando a esa altura de la visita, en dirección al sitio donde las paredes de vidrio, hexagonales, no encerraban nada. Nada de nada. Se distinguían, como en el resto de los habitáculos, carteles en varios idiomas que explicaban qué era lo que podía verse en su interior. En este caso, el cartel carecía de inscripciones. La impresión que causaba era siniestra, como si allí estuviese algo que ninguna mirada humana podía soportar. En ese punto yo quise regresar pero como cada vez menos persistíamos en el grupo que había iniciado la excursión, los otros insistieron en que los acompañara hasta una "jaula de vidrio" más. Lo hice. En este caso los vidrios eran espejos. De tal manera que lo único que podíamos ver era a nosotros mismos. Pero mientras uno se mantenía parado, inmóvil, la respiración algo acelerada, el ser que nos representaba (¿que era nuestro reflejo?) se movía de aquí para allá, inquieto, y saltaba y vociferaba y aparecía naciendo y también muriendo. No soporté esa visión y corrí hacia la salida mientras me acompañaba el sonido de mi propia voz que me preguntaba, incesante, a los gritos: "¿Por qué me has abandonado?".
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