Dom 16.12.2007
rosario

CONTRATAPA

Vos sos de esa época

› Por Luis Novaresio

Uno: Vos sos de la época de los amigos por correspondencia. Y sí. Tampoco como para parecer de levita o miriñaque, pero entonces, para vos, para todos, la correspondencia tenía otro sentido. Al menos, alguno. Por eso hoy te veo con extrañeza frente a la computadora.

Vos fuiste de los que estudió detective por correspondencia. Yo me acuerdo. Es que leíamos Patoruzú, Patoruzito (el preferido, claro), Isidoro e Isidorito y cada tanto, cuando ibas a cambiar las revistas a los negocios de usados, alguna de Larguirucho. Pero esas no valían la pena. Estudie dibujo en su casa, reciba el manual infalible para encontrar en usted esa vocación que siempre tuvo escondida. O Corte y confección. Rosa de lejos no es una fantasía. Tal cual. Pero la mejor, ni esas ni grafología, ni mecánica a distancia, fue ser detective.

Sea detective. Y vos fuiste detective. Se cortaba el cupón marcado por líneas de puntos y una tijera en negrita y se mandaba a una anónima casilla de correos. La promesa era un compendio de secretos para oler indicios, detectar sospechosos por su mera apariencia, resolver los crímenes soñados por todos y que, en el barrio, eran leyenda. Y una lupa. Te daban como regalo extra por suscribirte antes que el resto de los tontos mortales, una lupa de la mejor calidad, perfecto carnet de habilitación en la profesión.

Entonces operaba una ceremonia casi milagrosa de cuidar el mensaje con protecciones artesanales. Un sobre blanco prolijamente cerrado. El destinatario claro, más a la derecha. El remitente con iniciales. Discreción propia de la profesión que se afronta. LEN y tu dirección. La de tus viejos. Para cuando viniera el reproche por gastar en semejante pavada, el curso estaría en tus manos. Tarea cumplida. Estampillas, otra vez la prolijidad en el encuadre para que el empleado de correos le diera prioridad (siempre lo pensé) y soltarle la mano al deseo en el buzón de la vereda. La mano hasta adentro del hueco, como pescando algún otro mensaje. Adentro estaba fresquito, se sentía en los dedos. Raro. Con tanta pasión escrita. Uno, vos sos de esa época, se quedaba mirando ese cilindro, corroborando que fuese seguro para no dejar violar tus secretos.

Vos sos de esa época. De pedir cosas a vuelta de correo, de tener amigos por correspondencia. Alguien en la escuela invitaba a poner nombres en una planilla para enviarlos a Finlandia (sí, Finlandia) a una organización de "pen friends" que se ocupaba de poner en contacto a gente de todo el mundo. No pienso anotarme, no me interesa. Dale que así completamos la planilla, total después no le contestás si te escribe.

Hace veinticinco años llegó la primera. Un sobre más liviano que los habituales, algo más traslúcido, con borde rojo y blanco. Impreso, "air mail". Al frente, tu nombre. Con una caligrafía desconocida. En el anverso, España subrayado, un código extenso de números y un nombre. Joaquina. Barrio Leganés, Madrid. La primera carta de tu "pen friend". Desde entonces, se escriben. Antes una vez por semana, ahora cada tanto, más correos electrónicos y golpes de teléfono al celular de cada uno. A ver cuándo me vienes a visitar. A vos, ni bien seas, madre, estaré para saludar a mi sobrino. No sabés el porqué, pero esa amistad tiene la densidad de las verdaderas. De las que un café a cualquier hora es la excusa para exponer tus miserias ante ese otro que te escucha con comprensión excesiva. Porque eso es un amigo ante las crisis. El que te entiende aunque no lo merezcas. Ya vendrá el momento de decirte lo que ahora no se quiere escuchar. Un amigo es saberte menos solo. Es desafiar la inexplicable existencia con la convicción del afecto porque sí. Un amigo es el afecto porque sí. Y alguien en Finlandia, hace tanto tiempo, chequeando planillas de estudiantes secundarios de la remota Argentina, parió un afecto de amigos que dura hasta hoy. Con complicidad del correo, las estampillas y la espera por lo escrito. Que macera con el viaje, que es tuyo a pesar de haberlo despachado hasta que el otro lo lea. Vos sos de esa época. No hay nostalgia. Es otra pasión.

Dos: El sistema es sencillo. Se pone la tarjeta de crédito y se obtiene la contraseña. Te dije sencillo, no inofensivo. La primera vez que usás tu tarjeta para comprar por internet aterroriza. Después pensás en los miles de miles de empleados de esas compañías que saben tus números y te tranquilizás. Sin contar los mozos de restaurantes, vendedores varios de todos los comercios, que llevan el plástico hasta la caja para cobrar la cuenta y bien podrían en el camino copiar los números, fecha de vencimiento y código de seguridad, datos suficientes para comprar por teléfono y a tu cargo un crucero por la islas Seychelles en camarote de lujo, dos azafatas en su cama incluidas. O sea, rija la frase de tu viejo: "Ma, yo lo pongo".

Contraseña en mano ("password", si querés ser miembro de la anglófila comunidad de los cibernavegantes) entrás a una sala virtual de enseñaza del sistema inglés, muy práctica y didáctica. Te ofrecen clases de gramática con ejercicios de los más variados para los que es imprescindible tener auriculares y estar atento a lo que se lee en pantalla y se escucha. Vale la pena. Hay cuentos para mejorar el vocabulario y relatos extensos para aguzar los oídos. Sin embargo lo mejor es la clase virtual de conversación. Cada hora, se promociona, un profesor dicta una clase desde su casa y su computadora a los que asistan al aula cibernética. Un reloj indica que faltan 5 minutos para la próxima y que Bob, desde Johanesburgo, será el docente. Esperamos. No sé cómo explicarte el método para llegar hasta el aula. Cuando hice click en aceptar, apareció una ventana que decía que para adecuar el sistema al requerimiento de audio real era necesario descargar el programa no sé qué. ¿Aceptar? Yo aceptar, con el mismo temor de haber metido un virus marca Acme que derritiese mi máquina; pero estaba apremiado porque Bob, decía el relojito, empezaba en tres minutos. Otra ventana, ya inglés, diciendo que el upgrade de no sé que system era imprescindible y que si no estabas seguro del certificado de no sé cuántos. ¿Aceptar?. Yo, sí, aceptar.

Por fin llegás a la escuela. La pantalla de tu pc se divide en dos. Por un lado, una pizarra lista para que el docente muestre imágenes o textos y a la izquierda un panel con el nombre de los asistentes y la bandera de sus nacionalidades y una serie de opciones para levantar la mano y pedir la palabra, pedir permiso para salir del aula, decir sí o no ante la pregunta del docente y enviar un mensaje escrito privado al maestro. Para hablar, apretar la tecla control y ubicar bien el micrófono para que no sature tu voz.

El sistema, nobleza obliga, funciona. Es atractivo, dinámico y enseña. Bob resulta un señor de setenta años con pronunciación americana que insta a que todos hablemos. Todos somos una noruega, dos coreanos, un chino, una portuguesa y yo. Somos pocos, dice Bob, por lo que espero que hablen mucho entre ustedes. Y allá vamos. El tema del día es conozcamos de otros países. La obviedad de cierta pedagogía se ha globalizado. El chino le pregunta a la portuguesa por el vino Oporto y por las costas de Sintra y Estoril. Un coreano quiere saber si en Noruega las mujeres son tan liberales como se cuenta y Bob, recuerda que las normas de educación de la escuela virtual no permiten ciertas conversaciones escatológicas. Dice escatológicas dos veces, se ríe, y pienso en la nórdica y su libertad mental.

Por fin, Ilke, la noruega, me pregunta qué opino los juicios a los militares, de las leyes de obediencia debida y punto final y de la muerte de Febres, criminal de la guerra. En inglés usa el giro "leyes de la amnesia". Tenía el dedo puesto sobre la tecla control y no pude apretar. ¿Saben de Febres? ¿Noruega? Bob se impacientó y me preguntó si me había ido de la clase. Recordó que para hacerlo hay que oprimir la tecla "ausente" graficada con un muñequito cerrando una puerta. Levanté la mano. O la tecla, mejor. Dije sí, con el otro botón. Y por fin presioné control y me animé a preguntarle a mis compañeros de aula si sabían de qué hablaba Ilke. Konichi, desde Corea, dijo que no. Entendí que sería más fácil descifrar el inglés de ese coreano que explicarle a semejante clase qué eran las leyes del olvido, los indultos y esta muerte por cianuro.

Ustedes saben que en mi país, entre 1976 y 1983 gobernaron los militares que destituyeron a las autoridades democráticas. En ese período no rigió la constitución y un sector del poder combatió el terrorismo matando, torturando y secuestrando a miles de argentinos. Los "desaparecidos" dijo Ilke en perfecto español. Todos saben de los desaparecidos argentinos, preguntó Bob? Salvo el chino que no levantó la mano (y lo ignoré), todos asintieron. Cuando recuperamos la democracia la Justicia quiso juzgar a esos militares pero la convulsión social (qué idiota soy, pensé) hizo que se dictaran normas que pusieran una fecha tope (deadline?) a los procesos y un límite a los responsables.

Solté la tecla control. Muy interesante dijo Bob. Y a ti, Konichi, a quién más quieres preguntar otra cosa?. Konichi insistió conmigo. ¿Están contentos en el país con que ahora se quiera hacer justicia, verdad?. Ilke fue la respondió por mi. Deberían estarlo, Konichi. Pero leo mucho sobre Argentina y sé que hay un sector que se niega a cerrar el pasado. Para eso habría que hacer justicia con los culpables y separarlos de los inocentes. Pero para eso hace falta juzgar. No olvidar. El noruego de Ilke sonó hondo. To be or not to be. A eso sonó.

Bob hizo sonar un timbre. Gracias a todos. Espero que hayamos aprendido la lección. Y Konichi dijo. La lección la pueden dar los argentinos, ¿no?

Tres: Joaquina me llamó para darme la fecha tentativa de su parto. Para que vayas reservando billete de avión, dijo. Ya veo, le dije. Y te mando una carta porque por escrito te puedo explicar mejor. ¿E mail?. No hombre, correo postal, que es más cómplice. El otro deja todo al descubierto.

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