CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
El fútbol va a desaparecer alguna vez como lo hacen los imperios, las nueras y la pasión. Habrá un momento minúsculo, venial, en donde, en pleno atardecer de domingo el aire se detenga de pronto, se congelen las áreas y los actores, por única, última vez, desconozcan el libreto: un gran olvido magestuoso y fúnebre, lo sé, cubrirá todo.
Los jugadores se mirarán entre si y no sabrán qué hacer con la pelota; los hinchas desconocerán qué estaban haciendo allí envueltos en banderas y los relatores entrarán en zonas muertas del lenguaje con un fondo de silencio y transmisión sin sonido.
Me lo han advertido algunas comadres herméticas que frecuento y que conllevan el don de la adivinación: me lo leyeron en el iris de mis ojos fragmentados de tanto penar y lo han deslizado con palabras silentes, impropias para su iletrada sabiduría: "todo concluye al fin, no es eterna la vida; tus alientos ya se secarán, no tendrás más penas y evitarás el desasosiego por un color".
Cual Macbeth en proceso adivinatorio, desfondado y solo, emprendí el regreso, atribulado por la predicción. ¿Cómo será? ¿Qué signos me lo ardvertirán? ¿Habrá de ser el susurro al pasar de un vendedor de gorro, bandera y vincha? ¿El vuelo de las aves, tal vez? Intuyo no habrá decreto oficial, ni anuncios, ni circunstancias terrrenas: se acallará todo, como si un gran viento se llevase de pronto todos los recuerdos y la memoria habrá de valer menos que un papel corriendo solitario en las tribunas retraídas. Los hombres entenderán de pronto lo endeble de la trama, la finitud de la proeza y la vanalidad de un edén perdido: sin religión ni horizonte, si dogmas ni vértebras donde sentarse andarán errantes sin comer, aferrados a objetos: las llaves de su casa o sus autos, los Dni en las manos, algunas monedas como recuerdo inmediato de una civilización diezmada, más el valor del dinero y la geografía rutinaria dejarán de importar, acallarán su brújula parlante y las estrellas curiosas nos mirarán pasar. Se detendrá el progreso, el sino de la vida, la televisión, los goles, las curvas femeninas. Ya no podrán regresar a casa. Y lo peor de ello es que esto no recabará importancia alguna: se borrará el sentido de vivienda, de vida, de orden. No sabrán el significado de nada y todo será una gigantesca nube de bruma somnolienta, como si un gas terminal e indoloro se abatiera de pronto sobre los espíritus. Al tiempo, cuando se decoloren los títulos deportivos, esa, solo esa, habrá de ser la señal breve y entonces irán despertando de su anestesia, sin ruido, un poco malolientes y se reintegrraán de nuevo a sus andariveles, pero habrán dejado en el saco de tormentos, objetos vencidos, mañas vulnerables, amores despedazados, osamentas de dicha, entre ellas el fútbol, del cual ya no palpitarán ni una partícula de deseo y menos aún de reminiscencia.
Escribo porque he interrogado a las damas visionarias repetidas veces. Las he hartado con mis pregones del porqué de tan funesta visión. "Por el pecado -me respondieron-. Han sangrado de hermanos, han asesinado y se han comido los unos a los otros. Ahora, el Dios que todo lo ve está fatigado y de tremebundo impondrá el castigo". Murmuran que todo este enjuambre de maniobras fueron hechas por el Dios para desarmarles en los deseos la idea del fútbol, tan poderosa es su esencia de escarmiento. Nunca más las canchas, por ende nunca más la belleza ahorcada pendiendo del árbol de los judas; nunca más los vendedores de clubes, esos cerdos de cabeza en la basura, nunca más pases y fortunas rapiñadoras del bien común, ni afonías ni alcahuetes, ni animadores en medio de velorios.
"¿Por qué?, ¿Por qué?, me recuerdo retrucando sin querer entender. "Muchos muertos ya", obtuve como respuesta. La pelota está ahora si, manchada y fallecida en combate. Muchos jóvenes gaseados, acuchillados, baleados, degollados por unas tiras pintadas. !Ustedes, oh fantasmas de la hierba pareja y el tufo a angustia de la lidia, sois culpables y pagarán!". Luego de la admonición que presumí final, me había convertido en un hechizado camino a la avenida volviendo con la cruz en los hombros.
Al llegar al auto, sacudí la cabeza como si me despejara de un calor avaro y opresivo, que me tenía preso. Abrí la bruma, me aparté del ensueño. Miré el sol, la tuca que me quemaba las yemas. No debo fumar más. Soy un estúpido, me murmuré, intentando el camino hacia el olvido. Más sigo yendo a los partidos con un velado pánico que aquello empieze a ocurrir. Tal vez ya lo está haciendo pues creo ver sus primeros destellos. Yo, futbolero culposo, cómplice, paranoico, argentino medio, arrepentido y pasional, cada vez que terminan los encuentros de la jornada revivo, respiro aliviado y aguardo hasta la próxima como quien ve fumar al verdugo en el pasillo de los condenados. Como quien colabora con un régimen esclavo a cambio de comida, medicinas y esparcimiento. Que no es poco, me digo conformándome mientras cruzo los dedos hasta el próximo evento. Pero ya se suceden hechos inquietantes: ¿qué es la redundancia sino lo que antecede a la extinción final? Hay partidos de mañana, de tarde, de noche. Y esto, es según las brujas, la confirmación del mal en ciernes. La serpiente se agita mucho antes de morir, tratando de morder y largar el veneno, predijeron. No es cierto, no lo quiero creer, no puede ser verdad.
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