CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
A Rita Barraud
Kierkegaard (que significa iglesia y jardín, es decir: cementerio) nació en Copenhaguen en 1813; era el séptimo hijo de una familia que padeció un destino aciago; en el lapso de quince años, cinco de sus hermanos y su madre murieron. La temprana convicción de que el destino de los hombres suele ser absurdo, impregnó su carácter y sin duda despertó la angustia que tiene lugar en los hombres sensibles e inteligentes. Como suele ocurrir en un espíritu religioso, creyó o quiso creer que estos acontecimientos obedecían a una culpa antigua vinculada a su padre. Este le confesó que había maldecido a Dios siendo joven y que había vivido extra maritalmente con su madre, antes de enviudar de su primera mujer. Por supuesto, es difícil admitir la crueldad del destino si se cree en un Dios benéfico.
Kierkegaard tuvo que lidiar con ello y debió apelar a un razonamiento riguroso para contrarrestar lo que promueven los hechos, sin incurrir en la ingenuidad del sentido religioso habitual. Por de pronto, entró en litigio teológico y filosófico con la iglesia de ese momento y a través de la figura de Abraham, afirmó que Dios estaba más allá del bien y del mal. El ejemplo es célebre. Dios le ordena a Abraham sacrificar a su hijo Isaac. Abraham debe elegir entre la obediencia ciega a Dios y el amor paterno. Opta por la obediencia ciega al padre eterno (nótese la correspondencia y la paradoja de los elementos) en desmedro, diríamos, de un padre terrenal. En otros términos, un padre (Dios) que emite una orden terrible en uno de sus hijos, Abraham, quien cumple con la obediencia filial que origina una tradición de sujeción al poder del padre.
No es casual que Kierkegaard haya advertido el carácter paradojal de esta elección, de esta operatoria religiosa (hoy diríamos siniestra), ya que anticipa un núcleo vital del cristianismo, la redención a través del sacrificio del hijo. Por supuesto, no por la brevedad de la nota, obviaremos una inferencia fundamental que la historia de Abraham pone en juego: esto es, no la creencia en la existencia o no de Dios, sino en el modo de existencia del creyente. Elección que implica un fundamento del pensamiento y una relación extrema con lo impensado, con la hyle vertiginosa de lo desconocido, más allá de la condición psicológica y del mundo, puesto que implica la idealidad del pensamiento en la elección, como determinación de lo indeterminable. Aquí Kierkegaard sopesa el dilema que se presenta a Abraham y la condición existencial que implica, ya que el peso de la elección no recae sobre uno u otro de los términos del problema, sino sobre quien elige. Abraham no podía saber con certeza, qué esperar de Dios. Pero, bueno, este le devuelve a su hijo y todo retorna a una aparente normalidad.
El salto de su fe, su modo de existencia, se inscriben en la ley de un retorno... Por supuesto, nuestra simpleza, la simpleza de nuestro discurso nos tienta a suscribir una explicación más superficial en tanto que hay hijos que siempre sostienen el lugar de su padre, relación que tal vez le impida, a Kierkegaard, historiar el momento en que los sacerdotes hebreos mitificaron esa historia para intensificar su poder. De todos modos, esto no amerita una depredación del razonamiento kierkegaardianno. Es más, nuestro autor ha verificado las diferencias sustanciales que existe entre el pensamiento hebreo (carente de tragedias) y el griego, que les dio origen; también y de manera sumamente prolífica, las diferencias entre la tragedia antigua y la moderna. Entre Sófocles, digamos y Shakespeare, atribuyendo a cada una respectivamente, una actitud estética y una ética. ¿Qué hay en estas últimas...? Simplificando: una elección y por consiguiente una responsabilidad estética, ética y religiosa y en ese orden. Correlato estricto de un modo de existencia, para Kierkegaard...y para mí, si tiene algún sentido establecer otra perspectiva, un modo de lectura, de reescritura, que sin duda tiene consecuencias. La vida de Kierkegaard, lo que nos ha llegado de ella, lo inscribe.
Para asimilarlo, volvamos a lo que implica existencialmente una elección...tomemos por caso, (esto ya es una elección) Agamenón organiza la invasión a Troya y Ulises que intenta eludirla, (recientemente ha tenido un hijo) exige que pague de antemano, semejante empresa, con un sacrificio. El razonamiento que funda esta exigencia sería aproximadamente así: Agamenón nos manda a combatir a Troya por el honor de Grecia y de su familia. Muchos de nosotros moriremos. ¿Qué sacrificio condigno ofrecerá, para demostrar que nuestra muerte vale la pena? El sacrificio de su primogénita Ifigenia. La tragedia, a partir de un momento, (un momento anterior no explicitado) aquel en que Agamenón ordena la invasión, ya está determinada. Es un guión que se construye sabiendo el final. Por eso es que se trata de destino. Agamenón, víctima como todo el mundo de sus propios enunciados, no puede rehusar porque daría prueba de su mala fe, digamos, y eso acarrearía su destrucción y la de su familia; por consiguiente, sacrifica a Ifigenia. Pero el filicidio les es devuelto al seno de su hogar, ya que acarrea su propia muerte y acto seguido la de su esposa, Clitemnestra, a manos del hijo de ambos, Orestes.
Detrás de la tragedia, como todas las de los griegos, están los dioses cuyas voluntades son ineludibles, pero se advierte enseguida que el núcleo de la misma reside en la familia. Inferimos que constituían un tema fundamental para los griegos. También para Kierkegaard. Por lo que sabemos comporta un paso ético trascendental...En Either or... Esto o..., en la primera parte, retoma el tema de Antígona, la hija de Edipo que desafía la ley de Creonte. Confirmando la maldición de los Labdacidas, Edipo maldice a sus hijos: Etéocles y Polinice, que reclaman para sí el trono de Tebas. Polinice ataca a su ciudad con la ayuda de Argos y los hermanos recíprocamente se matan. Etéocles es enterrado con honores, pero Creonte, tío de ambos y ahora, a cargo del Trono, dictamina que Polinice quede insepulto por haber combatido en contra de su ciudad. Creonte aplica una condena más allá de los límites, una muerte en la muerte, quedar insepulto con todo lo que eso significaba y todavía significa. (No en vano nuestras Madres de Plaza de Mayo son las Antígonas modernas). Si lo que está en juego es la ley de la ciudad, hay algo excesivo en esta condena, que intenta extenderse más allá de los límites de la vida. Antígona se rebela desafiando el dictamen de su tío y entierra a su hermano, reclamando el derecho familiar y sagrado. ("Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", dirá más tarde otro hijo sacrificado) Creonte, la condena a ser sepultada viva, pero su hijo Hemón (Hemón significa sangre) que la ama, quiere evitar esa condena, fracasa y se suicida no sin antes haber querido matar a su padre. Nuevamente la rigurosidad de la tragedia reaparece y le devuelve a Creonte (como a Agamenón) lo extremo de su pensamiento y de sus acciones. Su familia ha quedado devastada...Creonte ha caído víctima de sus propios enunciados. Ni sueño con enumerar las innumerables lecturas que ha suscitado Antígona a lo largo de la historia, trataré de insinuar la de Kierkegaard que se identifica con Antígona, no sin antes torsionar lo que sabíamos de ella en la versión de Sófocles. Por de pronto, se hace notoria una formalidad dramática, que sería interesante desbrozar, pero no es nuestro propósito ahora.
Tal vez baste evocar su convicción poética de que los personajes adquieren vida independiente... (¡Tan viejas son las innovaciones de la literatura actual!) En la tragedia griega, el héroe está fatalmente condenado por su destino, por el caprichoso designio de los dioses (Edipo quiere escapar al suyo y en esa "peripecia" lo cumple.) El héroe de la tragedia moderna, (tal vez a partir de Descarte, de la duda Cartesiana) vacila entre el infinito y su finitud... y en ese entre dos, en esa vacilación o intersticio, aparece la elección, Fausto o Hamlet, responsables de su propia existencia y por consiguiente de su propia subjetividad. Esta vive o se suscita anegada en la angustia, el temor y el temblor. Por supuesto, y sobre todo para Kierkegaard, el sentimiento religioso sigue siendo un telón de fondo que ahora cobra otro sentido. Por de pronto, un sentido de culpa que se anuda al enigma fundamental heredado de la tragedia antigua. Kierkegaard sostiene que Antígona le ha confiado su secreto. Si le creemos, también su desesperación, ya que nos dice que ha decidido dejar a su prometida Regina Olsen, a quien ama, porque no puede compartir su secreto: el estigma de su familia, que lo condena al dolor y a la expurgación de una culpa heredada. Por supuesto, cualquier ser de la ficción tiende a ser mejor que uno real; tal vez por eso la vida suele imitar a la ficción. Kierkegaard dice, nos dice, que Antígona, su Antígona está enamorada de Hemón, pero que tiene que renunciar a él, porque no puede participarle su secreto, su duda. ¿Cuál duda? Ella es la hija de Edipo; es la hija de su hermano, de su padre hermano, y lo es por voluntad de los dioses.
Antígona en vez de lamentar su suerte, afirma y se afirma en su estirpe. Su coherencia llega hasta tal punto que interrogada por Creonte, dice: Si me dieran a elegir entre la vida de mi hermano y un marido o un hijo, elegiría a mi hermano, porque habiendo muerto mis padres, otro hermano no puedo tener, pero sí otro marido y otros hijos. Dejemos de lado de que no todo lo que se dice, se suele mantener, llegado el momento; lo que importa es el valor extremo atribuido a sus predecesores. La deuda contraída con los padres por el nacimiento, por obtener la vida, parece conllevar el sentido de la misma y por consiguiente determinar al matrimonio como un estadio ético. Lo que ocurre con Antígona, la Antígona de Kierkegaard, quién ahora soporta no sólo su destino antiguo sino la increíble fecundidad de un pensamiento atormentado, es que sospecha de su padre; no puede no pensar que Edipo tal vez sabía que incurría en el incesto. Pero ¿como confirmarlo sin incurrir en la pregunta y por consiguiente, en la humillación del padre? Antígona, según Kierkegaard, calla y elude el amor que siente por Hemón, porque no puede compartir su secreto. Hacerlo implicaría condenarlo a compartir el estigma de su estirpe. De allí, que cuando el amado la reclama, no hace más que condenarla por anticipado a su muerte voluntaria. Antígona, como lo declara románticamente Kierkegaard, es una "Symparanekromenoi", una compañera del silencio, del amor y de la muerte.
Por supuesto, hay en estas ficciones un estado de ánimo y una intensa ironía, ya que Kierkegaard no desconocía el nudo teatral que enmascara los actos humanos... En su estilo indirecto, fragmentario, y potentemente ambiguo reitera:"Soy en efecto impersonal o personalmente un apuntador en tercera persona que produjo poéticamente autores, que son los autores de sus prefacios y de sus nombres. No hay en los libros pseudónimos una sola palabra que sea mía;..." Cabe recordar que casi nunca firmó con su nombre lo cual insinúa pluriformes versiones. Como siempre, las interpretaciones ulteriores prefieren la vivencia de lo real, tal vez porque lo real inspira (extendiendo a Aristóteles) compasión y terror. Para mí se trata de una conciencia literaria, leyendo a nuestro autor se siente la pasión de la escritura. Algo que tira más allá y que yo no podría fundamentar, puesto que ya no recuerdo en que parte de su obra declara "Ser escritor; eso sí que me agrada..." Seguramente lo impulsaba el deseo de coincidir con su destino. Este no lo decepcionó. Estaba repartiendo sus escritos "El instante" cuando lo sorprendió la parálisis... El temor y temblor comenzó por los pies, al enfrentarse con la eficacia de una muerte concreta que le exigió, como a cualquiera, el precio más alto en consideración a su imaginación, su inteligencia y su talento.
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