Vie 01.02.2008
rosario

CONTRATAPA

Antes de dormir

› Por Roberto Lobos

Recuerdo estar sentados frente a frente ella y yo, mirándonos, sobre la tierra. Uno con la mano derecha extendida y la palma hacia arriba, la otra con las piernas cruzadas. El aire parecía suspendido en el aire y el viento soplaba levemente como abandonado a su suerte mientras un camino se abría paso entre los árboles -supongo que era el retorno de algún otoño- aunque se me esfuma el contorno de la arboleda bajo el cielo y sólo retengo las siluetas de nuestros cuerpos, a una huella muy marcada en el barro seco y a las nubes dando vueltas.

Parecía un retrato de otra época asomando su rostro como si esa cara fuese la máscara de una felicidad tan verdadera como postergada.

Vi, también, a unos chicos corriendo tras una pelota de cuero desgajado vestidos con unos guardapolvos blancos con los bolsillos desbordantes de caramelos y figuritas. En ese instante algo pasó y el viento, casualmente, dejó de abanicarnos con su placidez.

Ella descruzó sus piernas, trepó sobre mí y a lo largo del tiempo sobre el terreno; se balanceó y desde un mangrullo alcanzó a balbucear unas pocas palabras que ahora escapan de mi memoria. Estoy seguro, sin embargo, que era ella, que mis ojos la seguían celosamente, que había un fondo de lavadas acuarelas en el paisaje y que era yo quien estaba parado delante de aquel que fui; que éramos nosotros dos ﷓ y nadie más ﷓ los que pedaleábamos en bicicleta a la hora de la siesta a puro grito y a pura risa.

¿Acaso podría describir hoy los gritos y las risas?

¿Valdría la pena?

Finalmente llegamos cansados al viejo puente ferroviario de piedras descascaradas. Hacía rato que el ramal no se usaba. Yo tenía las pupilas percudidas como las rodillas de los chicos y ella los cabellos volados a tramos de diferentes colores mientras sus blancos dientes se asomaban sin vergüenza para dar forma a su sonrisa.

Ignoro si ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, si se ha detenido o si se ha escapado por algún lugar. Tampoco importa demasiado a estas horas; quizás sea preferible cerrar los ojos y dejarme llevar por las imágenes desfilando en silencio. Sucede que en aquella galería de árboles amarillos y tierra virgen descansa una parte de mí.

Casi en penumbras, me sorprendo siendo observado. El niño que fui me está mirando detenidamente a la cara, atónito, sin atreverse a presionar el interruptor del velador que sostiene con los dedos.

Finalmente la luz se apaga y el sueño termina.

Es hora de dormir.

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