CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
I
-Me gustaría saber -dice- qué son los días martes. Qué significan los días martes para la historia del hombre.
Son cinco los que están sentados alrededor de la mesa donde toman café y uno de ellos, pariente de un heterónimo de Fernando Pessoa, es quien ha hecho la pregunta.
- No es fácil de contestar -afirma un descendiente de Juan de Mairena-. Puede haber muchos martes en la historia del hombre, y la historia de cada hombre tiene sus propios días martes.
- Estoy de acuerdo -interviene un tercero, que acredita un confuso parentesco con Fradique Mendes-, y hasta uno puede imaginarse los días martes de Baudelaire. Por ejemplo, el martes 22 de agosto de 1854 Baudelaire le escribe una carta a su madre. Entre otras cosas, le dice: "Esta necesidad de vivir afuera me hace perder el tiempo y trabajar algunas veces en el salón de lectura y hasta en el café porque, en medio de todo lo que ocurre, yo trabajo...".
- No creo que ese dato del día martes agregue nada a la vida de Baudelaire -sostiene sonriente un nieto de Honorio Bustos Domecq.
- En cambio, yo creo que dice y mucho -retruca un sobrino de Chamico-. Más aún, cuando lo pienso me dan ganas de llorar.
II
Hay bares en los que no es posible hacer otra cosa que mirar mujeres: escasas pelirrojas, rubias aburridas y distantes, silenciosas morenas inexpugnables. Hay bares que resisten, tercos, el avance de las topadoras y algunos que se dejan derrumbar y después resucitan, impersonales y plásticos. Hay bares fantasmas que acechan en las calles del sur, hay bares pintados de verde inglés en los barrios del oeste, hay bares en las playas del norte con muelles para veleros, monos muertos y camalotes. Hay bares en el puerto que esperan los barcos lentos que navegan hacia el mar y otros, céntricos, luminosos, repletos de hombres de negocios y otros, escondidos en la penumbra, que invitan a los amores furtivos. Hay bares en cuyas mesas envejecen grupos de amigos, hay bares de clientes anónimos y veloces, hay bares que aturden con su insistente música vacía, hay bares donde aún se puede jugar a los naipes o al ajedrez. Hay bares que se desploman, tristes, en silencio, cualquier madrugada de otoño. Hay bares prepotentes, alambrados y sin memoria construidos sobre cadáveres. Hay bares que huyen de las enumeraciones. En la ciudad hay bares.
III
Tres semanas después, un martes, claro, a los cinco de siempre se suman otros dos. Uno que asegura ser descendiente muy lejano del marqués de Sade y otro que reclama serlo del no tan conocido Duque de Nevers, el creador de una célebre estocada que aparece en un viejísimo film francés, "El jorobado o Enrique de Lagardere".
Ese día, los otros clientes habituales del bar deciden bautizar la mesa como "los siete ancianos que alguna vez fueron enanitos amantes de Blanca Nieves". Ninguno baja de los 75 años, aunque no consideran su edad un privilegio. Siguen con la misma obsesión de los martes. Uno, ya no importa cuál, menciona la película "Los martes orquídeas" y dice que fue muy famosa. Otro, algo apenado, recuerda que fue un martes a la madrugada cuando su chica, a quien él amaba, entró en silencio al departamento que compartían para no tener que saludarlo y darle un beso. Un tercero apunta que en una novela de Agatha Christie hay por lo menos dos crímenes que ocurren los martes. El cuarto y el quinto hablan de revoluciones y revolucionarios relacionados con el día martes. Al unísono, el sexto y el séptimo opinan que es hora de pasar a los jueves para poder citar a César Vallejo.
IV
Me parece difícil que los viejos hayan sido enanitos alguna vez pero me caen muy simpáticos y además comparten conmigo el placer de las citas. Páginas subrayadas, anotaciones en los márgenes, líneas escritas al dorso de una postal o de una foto. Palabras que busco una y otra vez y que irremediablemente pierdo, que me esperan, pacientes, en la memoria, cuando vuelvo a necesitarlas. ¿Aceptarán ustedes, los que me han contratado, un informe sólo de citas?
V
Los siete ancianos que dicen haber sido enanitos amantes de Blanca Nieves, que no se sabe bien si era una niña muy inocente o una muy perversa, han sido en sus años juveniles y no tan juveniles adictos a las mujeres, a la poesía, al alcohol (sobre todo a la grappa y a la caña, la común, no esa espantosa con los caballitos), a los libros en general, a los pulloveres de lana muy gruesa y al convencimiento de que, pese a la edad que ostentan, no son inmortales. O al menos no creen demasiado en la inmortalidad. O mejor dicho, nada.
Todas las semanas, cuando se reúnen, llevan citas para compartir, párrafos que transcriben de los pocos libros que sobreviven en sus saqueadas bibliotecas. La vida disipada conduce inexorablemente a eso: se pierden los libros. En realidad esta afirmación es algo opinable, pero no entre ellos siete.
Un viernes (para que no sea ni martes ni jueves) me ofrecen un texto de Camus, otro de George Orwell y un tercero de Gerald Brenan. Les parecen significativos. Y esperan que ese significado sea comprendido por quienes ellos aman.
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