Viernes, 21 de marzo de 2008 | Hoy
Por Jorge Isaías
Si yo dijese que de estos árboles están desde siempre aquí, mentiría.
La mayoría de ellos fueron plantados por mi padre cuando yo no vivía aquí, sólo las moreras y las plantas de granada que están en el límite sur del terreno y esa gran higuera que de vieja da frutos sin gusto, están desde siempre . No recuerdo verlo a mi padre plantarlas.
Cuando yo era muy chico ayudé a mi padre a plantar muchos naranjos, mandarinos y limoneros. Pero se han secado todos. Los pocos frutales que quedan tienen una historia parecida a las personas, los sauces y el gran ceibo, frente a la casa. Es decir que no fui testigo del simple ritual que mi padre cumplía: elegir un lugar del amplio terreno, cavar un pozo, echarle la tierra sobre las raíces que venían con un poco de tierra envueltos en una caparazón de juncos, regar pacientemente y luego esperar el milagro de ver aquellos brotecitos, o esas pequeñas florcitas que se mantenían en un mínimo frutito bueno y luego en apetitoso manjar. Bastaba arrancarlo de la planta y saborear el dulzor.
A las frutas exhibidas en cajones las vi, por primera vez, en Rosario.
Esa pasión que tuvo mi padre con las plantas, fue heredada por mi hermano y por mí.
Mi hermano que tiene razón práctica, ya que en la casa no vive nadie, no repone frutales que las tormentas destruyen, Los reemplaza por otros: aromitos, fresnos, siempreverdes, sauces y hasta un palo borracho y un ibyrá pita, que en algún momento le acerqué, regalos de amigos míos. No pasaban de 10 cm. de altura cuando se los llevé en una macetita. El los cuidó, los fue cambiando de recipiente y cuando tuvieron una altura prudente los plantó en la tierra. Los regó y allí están: son señores árboles ahora.
También le llevé un aguaribay que en el verano se llenaba de abejas. Juanele tiene un bello poema que se llama "El Aguaribay florecido" Las flores no son sino las abejas que se posan en sus troncos y liban un líquido gomoso que exuda.
El aguaribay, se había puesto en verdad muy alto, majestuoso diría, muy pronto, pero lo troncharon varias tormentas y hoy es un tronco pelado de 30 cm. Con brotecitos que insisten en surgir, como la vida misma.
En realidad, uno se siente muy bien entre toda esta arboleda que regala su sombra propicia en los veranos más calientes.
Me gusta mirarlos. En especial al ibyrá que está muy alto, al que visitan las tacuaritas, curiosas y confianzudas.
Escribo sobre estos árboles domésticos que acompañaron mi vida, y hoy acompañan mi recuerdo, sólo porque soy consciente de la ausencia, y a esa ausencia no me queda más remedio que ponerla en palabras. Llenar eso que no tiene resolución sino por medio de las palabras. Es decir, que estoy haciendo un edificio, no con ladrillos sino con un símbolo, que en nada restituye eso que estuvo y no está. Son los retazos que uno entrelaza para reponer por medio de un tejido tal vez inconsciente. Soy, como escribió Borges una vez, "el hombre que entreteje estos símbolos".
Y a través de estos símbolos quiero restituir ese grupo de árboles más o menos altivos, más o menos sujetos al juego cerril de los vientos, sometidos todos al libre cantar de los pájaros que casi siempre, elijen ese verde coposo para armar sus nidos. Allí no es difícil oír las peleas de sus dueños cuando otro pájaro trasgrede las reglas de la buena convivencia, a saber: sus huevos o en su defecto sus pichones.
He visto a un grupo de tordos sacar a una calandria empollando y cuando ésta de muy poco pulgas como son las calandrias sale a pelearlos, astutamente, una torda pone allí sus propios huevos. Como la calandria no sabe contar, exhausta, a su regreso no nota que ya no tiene dos sino cuatro. Entonces cría a los torditos como si fueran sus hijos. Además debe ser daltónica, pues éstos tienen un color negro subido contra el gris opaco de sus propios pichones. Son, creo, esos misterios de la naturaleza que escapan a los ojos distraídos del humano., más preocupados en crematístico devenir que en la costumbre arbitraria que a veces tienen los pájaros.
Las calandrias son, con todo, extraordinariamente irascibles si cabe el término y muy belicosas.
Las pirinchas, con sus guturales gritos y su tamaño que las triplican, son casi siempre corridas por su valentía y furor a toda prueba.
Para las calandrias, toda relación que establecen es causa bélica, es decir motivo de guerra. Y tienen una garganta sensible y reproducen el canto de todos los pájaros, eran los más bellos, y los más dulces. Pero no tienen un canto propio.
Ella enseñorea a fuerza de coraje donde se le ocurra sentar sus reales.
El patio de mi casa ha sido elegido por las calandrias, en los árboles que lo rodean por lo tanto es raro que yo pueda escuchar otros cantos: el de las tacuaritas, los jilgueros o las corbatitas, que son muy armoniosos. Pero a veces, el milagro sucede.
Al final del terreno, próximo a un inmenso tunal que plantara mi madre y que da dulcísimos frutos, mi hermano ha puesto un palo borracho, que un amigo me trajera de Puerto Gaboto. Cabía en una maceta minúscula, yo lo llevé dentro de una cajita de cartón de no más de 20 cm. Mi hermano lo fue cambiando de recipiente, esporádicamente, cada vez a uno más grande y luego lo plantó allí. A los pocos días en la tierra, sus raíces se expandieron, las hojitas a recibir el sol y crecer, en fin ahora ya es un arbolito importante y pronto engrosará su cuerpo en madera y espinas y yo podré decir que tengo mi propio palo borracho, con sus florcitas violáceas expuestas a los vientos del sur.
De todos los árboles que se han ido secando en este tiempo, el que más siento es el aguaribay, que como dije más arriba fue destruido por serias tormentas. Y recuerdo cuando era árbol, estaba florecido de abejas, como el poema de Juanele Ortiz.
Es bellísimo ese poema y era bellísimo ver ese enjambre rodeando el tronco que rompió el vendaval y ahora es recuerdo que deja una expectativa dudosa. ¿Volverá mi aguaribay a ser árbol de nuevo y florecer en abejas como el poema del inolvidable "Juanele"?.
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