Viernes, 4 de abril de 2008 | Hoy
Por Federico Tinivella
La miró cada mañana en el izamiento de la bandera, en el susurrar infantil del azulunala. Nunca hasta ese día se animó a llegarle, por timidez o por sentir que ese amor ya le pertenecía. Un fósforo incendiando banderas, un incendio temprano de las paredes del cuerpo.
Destartalada la trenza no va para ningún wing, o para todos. Es roja como ketchup, un rojo que vira, al atravesar una línea de luz, al amarillo y le da una calidez de bienvenida.
Como si el rostro dijera bajo ese manto dorado: hola. Es un rostro que enmarcado así, es hospitalario, te dan ganas de hablarle a ese rostro. Ahí va la Colo cruzando la canchita de siete, sacándole chispas a las Flecha, dejando volar la campera Diportto verde, en la clase de gimnasia. Bailarina ante los ojos húmedos de Dreuty, que cambia figuritas atrás del roble, sin dejar de mirar esa mancha colorada que le da vida a una cancha seca por falta de riego. La colo se eleva cerca del área y le da a la pelota con suavidad de caricia de monja, pero con precisión de cirujano o golfista y la mete esquinada, en el ángulo inferior izquierdo. Una pelota imposible para Satanás Ribolsi, la narigona más bruja de la escuela. ¡Tomá! le grita en la cara, ¡vamos! grita el panza desde el roble poniéndose a la hinchada unipersonal al hombro. Y el sexto "A" sale cantando de la clase, transformando ese partidito de handball en una final intercontinental.
La Colo va en el medio, casi que firma autógrafos, estampó el 7 a 6 a segundos del pitazo final, evitando los penales. Safamos de la Ribolsi, señala una, grande Colo, espeta la otra y el Panza la ve enmarañada entre sus compañeras, colorada y querida, inyectada de alegría. Un pimiento rojo que cae sin querer en el cajón de los verdes y se destaca y es probable que uno en la verdulería lo agarre para ponerlo en su lugar, pero finalmente se lo termine llevando. Una belleza por contraste, la Colo era eso, un recorte de imagen coloreada en una foto blanco y negro, un tomatito cherry en una ensalada de rúcula, una flor en un paisaje árido e inhóspito, un bidé en Europa.
Contrastes, equilibrioinestabilidad, simetríaasimetría, simplicidadcomplejidad, economíaprofusión, reticenciaexageración, sutilezaaudacia. La vida misma es una pintura contrastada, como la que ejecutó brillantemente Jean Honoré Fragonard (17321806), interpretando el espíritu galante y mundano de la sociedad francesa, sus placeres y sus pasatiempos. En El Columpio se ve a una niña arrojando desde la hamaca un zapatito rosa, un criado la empuja desde una cuerda, otro la festeja arrojando su gorra, estatuas de angelitos completan la escena. 1: el contraste de la niña rosa, recortada contra el cielo y los frondosos árboles. 2: el contraste social, el juego y el trabajo, la sonrisa pura de la niña, la mentida del criado. El Panza amaba a un ser contrastado, distinto, que sobresalía del resto por su color, su brillo, su esplendorosa cabellera, su rostro plagado de pecas canela que le multiplicaban su ternura. No importaba que Raquel Landuchi estuviera un poco anchita de caderas, ni que su padre viviera de la quiniela clandestina, ni que a su abuelo Romulo Dionides Landuchi le encontraran en el auto una muñeca inflable, su amor era del color de la niña.
El Plan del Panza: es junio, el invierno aprieta la garganta con bufandas que pican, quedan tan solo unos meses para terminar su séptimo grado, a Landuchi un año más, pero eso es otra historia, hay que actuar rápido. Dreuty espera en la esquina, nervioso, ansioso, arrancando pasto y la ve. La Colo sale con la frescura de los definidores, con la seguridad de aquellos que saben clavar la estocada final, los atrevidos, los desfachatados, los locos. Lleva la mochila colgada de la espalda y unos apuntes en la mano, agarra en sentido contrario al Panza, que se incorpora y empieza a seguirla. Después de dos cuadras la calle va enmudeciendo de mediodía, tan solo el arrullo de los pájaros y el dulce traquetear de la Colo, que más que caminar salta sobre una rayuela imaginaria y en el saltar uno de los apuntes se desploma y se ahoga en un charco. Es mi momento, piensa Dreuty, a sus doce púberes años y se adelanta como un caballero y rescata esas hojas sucias del lodazal. Mientras lo hace, ya del color de los cabellos de la colo, que lee todo porque no es sonsa, eleva sutilmente la mirada para cruzarla con la de ella, que susurra un leve gracias de gorrión, que no hace más que acrecentar la locura del Panza. Ahí podría disparar la cámara: los árboles secos recortados en un cielo diáfano, una brisa fresca que empaña la mirada y el alma, dos niños aprendiendo el difícil arte del amor inocente. Restan aún cinco cuadras hasta la casa de la Colo, cinco cuadras en las que Dreuty tratará de secar las hojas con un pañuelo inmundo y ella diciendo, pero no, deja, no seas tonto y el, no, que no hay problema, que no es nada. Ella le pregunta sobre su viaje de estudios, sobre la ceremonia de fin de año, porque el es más grande, es de séptimo mamá, y el le pregunta que le gusta hacer los fines de semana, andar en bici o visitar amigas, si practica algún deporte, ella diciendo que sí, que juega al voley, en el club y el diciéndole que él justo estaba pensando en hacerse socio y que los fines de semana pueden ir a la estación, que no queda tan lejos.
El invierno tenía la transparencia de un papel manteca, casi, pero no. Baste recordar que a mediados de febrero del año siguiente a Raquel Landuchi se la tragó la tierra. Aparentemente la quiniela había dejado de ser clandestina y ahora el padre debía serlo. Dreuty todavía atesora las últimas cartas que le llegaron de lugares ficticios, donde ella le explicaba que algún día, tal vez, cuando sean grandes, podrían terminar aquello, que arrancó a los besos de cloro, en la pileta del club, a principios de enero.
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