CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Si tenés una mala noticia para darme, no me la des-dijo la mujer.
Hacía mucho tiempo que estaban juntos. Y el hombre sólo abría la boca para desilusionarla.
Casualmente él se preparaba a propinarle una noticia de lo peor.
"Novedades malparidas los lunes, de leche cortada los martes, de pájaro que comió y voló los miércoles"; Vera se volvió boca arriba; nada la movería de la cama.
-Pero, es urgente- Ríos, su marido, se arrimó para verterle el tacho de disgustos.
-Siempre es urgente-. Este domingo no planeaba levantarse o quedarse adherida al colchón, emborracharse o permanecer abstemia, salir por una aventura o rascarse el ombligo.
-Buscate un interés, Ríos. Jugá a las bochas, desenterrá lombrices, andá a salvar a alguna anciana-. No le sacaría una palabra más.
-Tengo que avisarte.
-Tengo que avisarte sin demora
Extrañó los tiempos en que se ahorcaba al mensajero que traía información de desgracias. Vera saltó: lo que rumiaba en sus intestinos (un número) subía y le ponía los dedos a discar un llamado pendiente. Ante el tubo, sólo contestó: -Vera. Sí.
Ríos se embuchó el apocalipsis que desaguaba sin destino, renegó buscando un papel, arrancó una página del libro de programación del Cable, sacó la estilográfica, garabateó algo y apoyó la nota, de pie, contra el florero de la cómoda. Vera iría a peinarse frente al espejo y debería enterarse, quieras o no. "Las petunias se han secado", dijeron los ojos de Vera acomodándose el cabello ante su reflejo en el azogue. Diez años, diez años de unión en formato policiales y títulos catástrofe de un periódico sensacionalista de cuarta. Vaya matrimonio el suyo con Ríos. Esquivó cuidadosamente el papel garabateado: no; un domingo, no.
Al teléfono, Vera había contestado: Vera. Oliverio preguntó: ¿aceptás mi invitación? Vera dijo: sí. –Bravo- vitoreó Oliverio. Fijó el lugar, una confitería, y la hora: las 10 de esa mañana. O sea, dentro de un rato.
Baja la mata de pelo rubio, de pelo de una mujer de treinta años que andate al café, tomá aire, buscate un interés, la cabeza baja hacia el vientre; se huele el ombligo, nunca lo había hecho. Olerse su carne.
-Qué planeás, Vera. Empecemos-. Oliverio se le ofrece, pedime.
-Quiero bailar, hace milenios que no uso mis piernas.
-Bailemos-. Oliverio la llevó a Funes, al picnic de la primavera. Se mezclaron con chicos de piel brotada en acné, se enlazaron de la cintura y todo fue muy tonto, como comer pororó, andar descalzos y lavarse los pies bajo una canilla; sin preguntas, hasta que él se halló inclinado sobre su vientre, oliéndolo, amasándola con friegas profundas. Se habían asilado en su departamento de soltero, y a ella no le importó que tanta complacencia eslabonara alguna estrategia conducente a acabar donde se hallaban, apareándose, o que la táctica de Oliverio se contrajera a una indecente demagogia.
-A la hora del laburo nos pegamos el faltazo y nos dedicamos a ver la muestra de pinturas de Xul Solar- sugirió él, ronroneándole las nalgas. Ella asintió, -me gustan sus óleos-. Demagogia de lámpara de Aladino: oír es obedecer, te complaceré, despachate nomás.
Alborea sobre el río, ya las siete del lunes; hay que llegar al trabajo; Vera se viste, Oliverio se pone su traje de funcionario, -me divertí-, admite, -mañana salimos, vamos al teatro-. Claro-; acepta, mienten, todo ligero, inconsistente, burbujas. Sube a un ómnibus, volando a casa. Hay que cambiarse de ropa, recibir la mala nueva. Total.
Pero no de propia boca del portador de desgracias menores; no se halla.
Recuerda la nota, la lee, se abre a la noticia de Caronte, sube a su barca: "Me voy. Te dejo. No me busques. Me llevé mis cosas". Y la desprolija rúbrica de Ríos. Las palabras se le meten por los ojos y por los ojos salen hechas agua. Se mira ese llanto desconocido que pertenece a otra mujer, a una mujer lejana, indescifrable, que se seca la cara, que corre hacia el aparato telefónico y disca y suplica con esa pena ajena: "Ríos, no, lo nuestro no puede acabar así", hasta convencerlo de que la perdone, jamás volverá a maltratarlo como hasta ahora, suplica esa mujer aunque Vera sepa que todo se ha acabado en su matrimonio con Ríos, palabras de una desconocida que la sienta en el sillón, le recompone el maquillaje, alguien que la asusta y no sabe dónde está metida y cómo hacer para detenerla ahora que repasa los gustos de Ríos y decide que le cocinará ese pescado al horno que tanto lo deleita, no atina a bloquearla cuando corre y pasa por la pescadería de calle San Juan antes de ir a la oficina, pararla, preguntarle quién es usted mientras hace señas a un taxi con el paquete de pescado, quién soy mientras hago señas y subo que pasan de las ocho y no me salvo de por lo menos diez minutos de retraso.
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