CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
El hombre se detiene y examina la vidriera del pequeño supermercado Zlavodov. Hoy han abierto. Cuando abren, hoy, proponen ofertas o curiosidades. Lee el papel prendido con chinches a un atril; es un aviso clasificado, de un año atrás, martes 3 de abril de 2007. Anuncia un alma puesta en venta. Tal vez la oferta se mantenga en pie y por esa causa los del mercadito acaban de adherir la referencia y exponerla en la vidriera, cultivando un humor negro que él deplora tanto como la atracción de la que no puede sustraerse. Rubén repasa las palabras; descarta la posibilidad de un error de lectura. Saca su libretita, garabatea el teléfono consignado en el recorte del diario, la dirección. ¿Para qué, si él no se embarca en bromas anónimas? Juguetea con su agenda. La abre nuevamente durante los quince minutos que le dan para el almuerzo en la escribanía. Teclea el número. Lo atiende una mujer: "¿Llama por el aviso?". Pero él no se atreve a lo que quiere: "¿Cómo se vende un alma? ¿Con qué alcances? ¿A quién?". Cuelga. Espanta unas mosquitas que rondan su refrigerio. Mientras mastica el sandwich de mortadela le pasa revista a sus inquietudes, revueltas y en estampida por el breve contacto. Esa mujer: ¿Sonó desesperada? ¿Normal? ¿Loca? ¿Será vieja? Pero el tono, vital, lo irradiaba alguien sin ajaduras. Por qué le interesa el tema, al fin y al cabo. Tendría que conocerla, una mortal que subasta su alma. Corre al baño; vomita. En todo caso, él necesita un cuerpo nuevo; y, verdaderamente, le espantan esa mujer y su situación. Selecciona uno de los cincuenta sellos que penden de su perchita. Se equivoca en la elección; arruina la circular con la que notifica una ejecución hipotecaria que debe despachar antes del cierre del correo. Tendrá que regalar una hora extra. "Chambón", se reprocha. Manda al cesto la hoja; el doctor Ríos levanta sincronizadamente los ojos de su escritorio y sigue el descenso del bollo al canasto como si se hubiera cometido un grave gol en contra en una importante final de campeonato. Rubén cabecea una disculpa. Mientras rehace la cédula, lo alarma el teléfono. La mujer ataca. Malditos celulares que rastrean llamadas. Que si tiene interés en lo que ella ofrece. Que deberían verse, ella le aclararía los alcances contractuales de la transacción. Sin saber cómo, se halla frente al compromiso de una cita. Se encuentran en el bar contiguo a la escribanía. Por un tris, la vendedora de su alma, Beba, no llega a jorobada, pero algo le abulta en la espalda, como si se hubiera colocado una mochilita debajo del vestido. El mozo les larga ojeadas: alguien, en su bar (Rubén) comparte la mesa con una extraterrestre. "¿Qué va a tomar? ¿Le parece un té?", "Un té está bien", asiente Beba. Ha traído un gran libro; luego descubrirá su carácter de álbum de fotos. "Vea, yo" se disculpa Rubén, "realmente no quiero que se haga ilusiones...". "Déjeme que le cuente". Está sola, ansiosa; él ya no quiere oírla. Beba habla. Nota que no se la escucha; ha adquirido un entrenamiento para tomarlo como norma, normal, desgranar palabras que adormecen. "Se presentaron interesados. Pero yo firmo un pacto provisorio, de prueba. Si la cosa no funciona, desisto. Rechacé a todos los candidatos"; le echa miraditas de déle, averigüe.
No tiene más remedio que preguntarle "por qué". "Porque equivocadamente creían comprar la sumisión de mi cuerpo... o la mera y absoluta obediencia", "¿y?", "yo pretendo otra cosa". Romper límites, al menos eso cree entender Rubén, fronteras morales, estéticas, "rozar algo que encierre riesgo".
Ya no queda más té en la tetera. La interrumpe con delicadeza: "Se me hace tarde". "Sólo el tiempo de un cigarrillo", la mujer saca el pitillo, estira el encendedor para que Rubén sea quien lo accione, "aquí no puede fumar; la van a echar", ella se espanta el mundo con el gesto, el mundo adverso, va a pitar pese a las disposiciones en contra, empieza a mostrarle fotos de una niña solitaria, casi deforme, fotos de desgracias: una fractura, la mordida de un perro, la leve arremetida de una moto que pasa... "yo pensaba que usted sería periodista, o cura", le confía ella; sobre su hombro, se ve al mozo que se acerca para corregir el humo, la violación a aquello que prohíbe el cartel que trae en las manos, "no los acepto, ni a unos ni a otros; pero ¿por qué me llamó usted, Rubén?", eso, por qué; Rubén se siente apantallado por el mozo con su cartel, arma autoritaria, "apague el cigarrillo, señora", Beba lanza un humito delgado, casi como si lo embocara en un canuto, y dice: "me interesa sobremanera la razón, que me diga por qué me llamó usted", si lo supiera, piensa Rubén mientras el mozo lo sacude a él del hombro, "haga que esa mujer lo apague", ordena, Rubén contesta: "¿por qué la llamé? Seguro que usted tiene una teoría, Beba"; la llama "Beba" entre los disparos del mozo que agujerean el muro de desobediencia pero no lo tumban, "Aja. Primaria, rudimentariamente, creo saberlo", y el patrón detrás del mozo, y Beba pitando entre los cascotazos verbales, levantándose, aplastando la colilla en el piso (no hay ceniceros), esperando que Rubén le acomode el saquito sobre los hombros, alzando el álbum. "Tenemos que charlar", propone Rubén con cierto desconcierto propio, y también por lo que acaba de hacer, frenarlo al mozo que se precipitaba a zamarrear a Beba, asirlo de la muñeca con extrema fuerza, sin emitir palabra, "Tenemos mucho que charlar", enfatiza Beba. "¿Y cuánto pedías, o qué?", "dejémoslo para la próxima", dice ella y deja que Rubén la empuje suavemente hacia la calle, sabiendo que él la seguirá, que quiere seguirla.
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