Mar 03.06.2008
rosario

CONTRATAPA

Chiquín

› Por Jorge Isaías

El campo era ese manchón verde que explotaba en los ojos. Era ese sembrado que se ampliaba en la distancia, cortado apenas por los alumbrados llenos de óxidos y pájaros, un camino que se perdía entre un maizal amarillo.

Y los árboles.

Manchones que se iban oscureciendo en el atardecer, a lo lejos. Y el cielo con esa franja sanguinolienta en el Sur, pero todo plomo derretido el resto.

Algún sulky era tragado por aquella distancia.

El deseo y quejumbroso balar de alguna oveja o el llamado de una vaca que perdió su ternero puede darle broche triste a la tarde.

La pila íbase adueñando del campo. Un rocío invisible, sólo percibido en los pastos descendía del cielo aunque recién estábamos a principios de marzo.

La cocina bullía su esplendor más alto, esperando a los rezagados en alguna tarea indispensable y de último momento.

Nosotros nos sentábamos en el gran cajón verde, con su divisoria en el medio y que estaba siempre repleto de marlos. El más pequeño se sentaba en ese canasto circular que se usaba para acarrear tan albo combustible desde la troja al cajón y no se perdía nada de las historias que los mayores contaban. Uno rogaba que se olvidaran de los niños, porque de lo contrario al primero que se le ocurría una orden seca era el desparramo hacia todas las habitaciones, eran la rabia, el desencanto.

Cuando nos llamaban a cenar no se podía desobedecer so pena de quedarnos sin comida. Los mayores la emprendían con cuentos de aparecidos, de "Solapas" que se roban a los niños en las siestas, las "luces malas" que nos parecen ver bailotear ya mismo por el campo, por eso ni nos atrevemos a mirar las ventanas y ¿quién se anima a buscar agua hasta la bomba que está cerca del molino si es mandado en ese momento?

A veces las historias son de guerra, de la represión a que sometía a sus adversarios, el sistema del Duce. En este punto disienten, no todos piensan lo mismo.

El viejo Bucelli lo admira y esto enfurece a Chiquín, quien probó primero el aceite de ricino y luego el sabor más amargo del exilio. Ni las medallas ganadas en la guerra (a la que se volvió a pelear estando ya afincado en la pampa) le sirvieron luego de la Marcha sobre Roma. No obstante habla con orgullo de su Lombardía, de la guerra.

Chiquín es un socialista de los de antes, con una convicción de acero. De los suyos ya ni noticias le llegan.

No es por eso casual que se ponga triste los domingos y que vaya hasta el Boliche de Markicich y se pesque una bruta borrachera.

Ese boliche que está camino al cementerio, a la entrada del pueblo, desde donde nunca pasó Chiquín.

Para él "la América" , como le decía a este país donde vino a dar con sus huesos, eran esas 60 hectáreas de campo que Domingo Clérici arrendaba a don Victorio Vollenweider, y que él trabajaba como mensual, con sus perros, su pequeña pipa curva, vigilando el agua de los animales y el estado de los alambrados, de los postes, y el buen funcionamiento del molino.

A veces se ponía taciturno y al encender esa pipa curva, repleta de mal tabaco, se le encendían los ojos grises, cansados, con la cabeza quién sabe dónde, tal vez sobre el sol que a esa hora daba pleno en sus amadas campiñas italianas.

De a poco iba cabeceando, perdiendo el hilo de la conversación y con la lentitud de un niño se iba durmiendo. Como a un infante había que recordarlo.

Y entonces, daba un poco avergonzado las buenas noches y se dirigía a ese pequeño cuartito donde dormía entre arneses que olían a agrios sudores de caballos.

Allí tenía un rechinante camastro de hierro, un colchón relleno con chalas y algunas viejas frazadas. Su mundo estaba en un baúl no muy grande, que cubría con una bolsa de arpillera sin usar. Era además su mesa de noche. Encima estaba el cabo de vela, su pipa y una descolorida lata de té Tigre donde guardaba su tabaco marca Suiza, que le proveía la atenta displicencia de don Marcos junto a la ginebra copiosa y traicionera del domingo.

Los habitantes de esa chacra eran su familia. De lo suyos prefería no acordarse, salvo cuando la ginebra le aflojaba el pecho endurecido por tantas batallas y entonces solía insultar, y hasta llorar o maldecir esa suerte de inmigrante pobre que lo obligaba sin piedad a amarrarse a borrosos recuerdos, mientras a su alrededor giraban los crepúsculos más bellos del mundo sin que él pudiera darse cuenta.

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