CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Todo puede o debe reducirse a una línea que se recuerda del pasado. Una línea nuestra o de otro, porque tal vez otro escribió lo que nosotros hubiésemos escrito y nosotros escribiríamos lo que el otro ya escribió. ¿Quién es el otro? No lo sabemos, aun cuando a veces tenemos algo parecido a una intuición o a un sueño. El otro pudo haber escrito: "Esta naranja, este vaso de vino, esta sonrisa que apenas se asoma entre las cosas de la tristeza". Nosotros quisimos apuntar: "Esta agria nomenclatura de los idiomas perdidos, esta fotografía ¿de quién? y la señal que indica un camino, es lo que te damos como equipaje de vida". La apuesta se encuentra realizada, pero no sabemos (nadie sabe) contra quién se apuesta o a quién se apuesta.
Sabemos bien aquello que enseñó SaintExupery: "Uno de sus atributos es el silencio". La respuesta del silencio no es lo que todos suponen que es el silencio a secas, así de simple. Son tantos los fragmentos que utiliza el silencio para decirse que solamente podríamos mencionar algunos, y esos pocos no serían suficientes y si fuesen más tampoco alcanzarían. Atisbos, esbozos que un moribundo traza en un papel arrugado, gritos o susurros de aquellos que se encuentran en una nave que se va hundiendo. Espanto de lo espantoso y flores que ya no veremos. Todo esto es parte de los acordes que formarán, creemos, el silencio definitivo, y algún insecto dibujará el último camino en el inmenso desierto. ¿Y después? Para nada existe un después. Para ninguna cosa ni para nadie. Sin embargo podemos apostar a ese después de nuestra frágil manera humana, de la única manera que podemos entenderlo.
Esos dos poemas que Borges dedicó al ajedrez, el final de La peste de Camus, la magia en el comienzo de Pedro Páramo (necesito decir que es de Juan Rulfo), la trompeta de Tommy Ladnier arrastrándose entre la belleza y la locura, el bandoneón de Troilo diciendo lo que dice entre la droga y esa música que nadie podrá hacer como él, tienen un después en nuestra pobre memoria, pero es difícil que entendamos cómo subsiste en la memoria de los otros. Mis dos abuelos tenían su memoria de Lisandro de la Torre, pero yo no puedo explicármela a mí mismo aunque haya heredado las fotografías, los papeles, el recuerdo que creo que es el de una voz.
¿Hay entonces un después aunque pueda quebrarse como las frágiles patas de un flamenco? ¿Un después como el cuerpo que se deshace de una tacuarita o de un chorlito? No podemos contestar esas preguntas, ni ninguna otra. Deslizamos las dos sobre el teclado de la máquina y las teclas van formando palabras que solamente una vez escritas nos pertenecen en parte. No hay un después para la angustia de los protagonistas de Dostoievsky ni lo hay para las kafkianas situaciones de Kafka. ¿Queremos decir con esto que el mundo se termina con nosotros? Es posible, pero también se va terminando en otras cosas antes de nuestro definitivo final.
Un poeta puede escribir: "Palabras que nunca pensé en pronunciar / En calles que nunca pensé en volver a visitar / Cuando dejé mi cuerpo en una playa distante". Y otro poeta (en ese largo y laberíntico pasaje donde se encuentran inscriptos los poemas): "Para que las muchachas en la pubertad puedan hallar / El primer Adán de su pensamiento, / cerrad las puertas de la capilla del Papa...". Y el poeta también se mira o se conversa retratándose: "las / uvas que aún cuelgan / de las vides como dientes / rotos en la cabeza de un / viejo...". Un poeta, ya viejo y solo, trata de escribir, consigue el balbuceo de algunas palabras (no se sorprenda el lector, las máquinas de escribir también balbucean): "A quién... las llamas de lo que experimenta mi cuerpo pertenecen... quién es ese otro que puede quemarse placenteramente entre los muslos de Lesbia... yo no puedo ser...apenas puedo encender un cigarrillo... apenas mirar por la ventana... apenas ver como una sombra de sombra de mi cara en el espejo... otra sombra...".
En cierto punto del tiempo, en algún lugar del espacio, Mallarmé dialoga con Kavafis mientras en un rincón (ignoramos cómo puede ser un rincón en ese punto, en ese lugar del tiempo y del espacio que no conocemos) Borges juega al ajedrez con Wallace Stevens, y en otro Dylan Thomas, Fernando Pessoa y Facundo Marull se toman unas cuantas copas y algunas más y luego aquellas que serán finalmente un poema.
¿Hay música para estos poetas que la aman? Y si la hay, ¿qué es lo que escuchan? Los poetas escuchan música si encuentran un paraguas para escucharla, o hay no sé qué cantidad de mirlos en una rama que tiembla, o el musgo crece pertinaz sobre las tumbas de los desconocidos; la escuchan si pueden no entrar tranquilamente en el territorio de la muerte o saben que, pase lo que pase, la muerte no tendrá dominio, porque a la muerte solamente le pertenece lo que es de la muerte y no lo que es de la vida.
Un poeta dice, con nostalgia de mandarina o de violeta: "Mi memoria recuerda a mi abuelo, casi centenario, tomando una alta copa de jerez y mirando las muchachas que pasaban desde un balcón que acaso aún exista". Otro poeta recuerda la llanura, el viento del sur, una extensa y salitrosa costa, el arroyo cercano y sobre todo unos yeguarizos que parecían jugar ellos con el viento y no el viento con sus largas crines y sus colas. Una yegua alazana, malacara y muy bella, iba en la punta y nadie podría alcanzarla a menos que ella quisiera ser alcanzada. Un tercer poeta le recuerda a otro la muerte de uno de ellos dos. Como en un relato de Borges, le dice que uno de los dos ha muerto, con seguridad, pero que no sabe cuál de los dos es.
"Miden mi poder por lo que puedo. Ignoran que mi poder se mide por lo que no puedo. Y mi poder infinitamente grande es un poder infinitamente pequeño". (Antonio Porchia).
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