CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
Jugábamos en la San Francisco Solano, no "para" sino "en". Advierto esto para los memoriosos que quizás alguna vez se pudieron haber mezclado con la divisa blanca de piqué palomita encendida en carmesí y oro a la altura del corazón : no estuve, nunca vestí la camiseta oficial. Nosotros no teníamos casa, ni colegio, ni parroquia que financiara al equipo y entendiera nuestras almas. Eramos, magramente, un rudimentario "Sportivo Zavalla" por la denominación de las tres cortadas que iban de Lavalle a Constitución. En ocasiones nos permitían saltar el muro y entrar al sacrosanto rectángulo terroso denominado pomposamente canchita. Un racimo de inquietos disputando partiditos, efímeros y torvos, aburridos o picantes. Soldaditos de la grey pelotera; samurais a pedido, killers contratados, artilleros fenicios, mercenarios de una legión extranjera que nos buscaba y nos daba a cambio una coca cola helada, la recomendación para fichar en un clubcito de primera, unos Sacachispas usados. Sólo la esperanza raída y sin ganas anidaba en nosotros, como un "algo" que hacíamos por hacer, sin escrúpulos, ni horizontes que no sean el juntarse a desafíos para luego estarse apoyados en las tapias y transpirados mirar la vida pasar desde la jerarquía que otorga el haber batallado hasta hace un rato en causas perdidas pero cuyas jugadas se habrían de comentar a posteriori, deformadas en el tiempo. Muchas veces el enrolarse en la legión extranjera hacía que derivásemos hacia lejanas barriadas: mejor, más cosas para contar. Gracias a nuestras hormonas disparadas, nuestro instinto de juntacadáveres en lidias que a veces mejorábamos con nuestro aporte de guerreros o la manía de talentosos saltimbanquis, era que estábamos escribiendo la historia. La que repetíamos por días en alguna esquina. Yo era muy impresionable y dispuesto a la fantasía. Donde algunos veían un gato, yo un ratón convertido. Y eso me perdió. A mis amigos les ocurrió lo mismo. Intentaron arreglos como hacernos fichar en clubes serios, cuyo presidente era por lo general algún radical próspero que nos acariciaba la cabeza frente a nuestros padres y hacía notar que llegaríamos muy lejos, pero amonestándonos por la falta de constancia. No faltaba un curita viejo que pretendía que soltáramos al viento nuestra diana de amor futbolero y jugáramos oficialmente defendiendo los colores de una virgen, por ejemplo. Al oír la frase deliré inmerso en un flash sicodélico. "Defender los colores de la Virgen". ¿El manto, sus ojos, la eternidad, el pecho sangriento de Cristo? ¿Cuáles colores, cuáles?, me preguntaba. Alguno vociferaba un chiste hereje sobre el asunto y final del juego, mientras veríamos morir en la tapia el día absurdo de los mayores quienes con sus empleos y sus ocupaciones y sus cárceles y sus amantes o sus madres o sus hijas o sus autos o sus comercios lo empequeñecían. La familia consagrada fue lo que nos estaba destruyendo, deducía, pero no lo podía articular. Y al que no habla le rodean la manzana: al Marito, por ejemplo lo emplearon en la casa de engranajes y cortaba el fulbito porque debía llegarse urgente al taller. O el Tomba, buscando a la hermana en la casa de una amiguita. O al Yani, obligado a lavarle el furgón kerosenero a un padre bestial. O el Tapi y su panadería. El Chinche y su madre modista. Cozzia y la imprenta. Sin duda, estábamos creciendo y se necesitaban braceros. Ya éramos hombrecitos. Una sombra horripilante de ser iguales a nuestros mayores se empezaba a cernir sobre nosotros, criollos jovencitos, libres conejos de galeras alucinatorias, retobones entre la indiada y la civilización, centauros lustrosos de ijares lastimados con chichones y dedos activos dentro de zapatillas rotas en la punta. Pero condenados a la extinción. Maduros ya, pibes con sombras de pelitos en los labios y olor a sudor agrio. Que ya sabían lo de estar avivados y que presumían la sombra intimidatoria de una orden no escrita de arremeter tras los negocios o el estudio para ser alguien en la vida. En eso estaba yo, perdido en las nubes, el olor a plátano quemándose en el viernes de otoño, la melancolía que se apoderaría de mí para no soltarme nunca. Pensando. El sino fatal y tanguero de la nostalgia por mejores días pero que un paso en falso los podría tumbar lejos y para siempre. Ahora o nunca. Me levanté del paredón donde tomábamos agua: sentí un escozor de frío que me golpeó en la espalda sudada. Allí estaban mis amigos, no supe avisarles; a los pobrecitos los estaba esperando como a mí una fenomenal trampa que habíamos venido eludiendo y que ahora, como el mal, la muerte, la enfermedad, ya se presentaba con el atardecer, invisible y funesta. "Tiene el mal de crecer", oí decir a una señora a mi madre, señalándome con la escoba. Yo ya ni sonreía, distante, inapetente, furioso, calladamente rabiando contra todo y todos.
"¿Querés jugar para el manto de la Virgen?", se apareció en el colmo el curita viejo salido vaya a saber de que cáliz consagrado al peyote y me pidió a mis padres para el día siguiente, como quien señala un soldado diestro en los ataques y va a la aldea a alquilarlo por una bolsita de monedas doradas. Abrazado a un rencor, me dormí como pude y ya en la mañana hube de saquear el monedero materno y en vez de rumbear para la Solano, enfilé hacia La Capilla donde, con fondo de ruido a casín, me tomé el primer café con leche de adulto hasta esperar que concluyera la farsa.
A veces me parece que nunca me hubiese movido de aquella mesa.
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