CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Cuando arribó esa familia, Roldán, y bajando la cabeza pidió permiso para ocupar un lotecito en la cañada que forman los dos montes alineados frente a frente, tan característicos de Colonia Albán, la gente se condolió por los niños y aflojó rápidamente el consentimiento sin interesarse. La hondonada sufría periódicas inundaciones y no poseía valor comercial alguno, y en la ciudad se necesitaban sirvientas por hora que aliviaran de los pesados trabajos domésticos a las señoras del lugar. Los Roldán venían con tres hijas de buenos brazos, sin contar los de la propia mater familiae. Después llegaron los Soria, seis en total. Luego, otro grupo de cinco, (ya no importó aprender sus datos filiatorios). Al contarse unas trescientas personas desarraigadas durmiendo bajo nuestra ala, comprendimos que habíamos adquirido la villa miseria propia con todas sus gangas porque "usurpan terrenos, desparraman desperdicios, ensucian buscando cartón, después hurtan, finalmente terminan metiéndose en tu propia casa y degollándote", profetizó Celestino Arias. "Además, afean la ciudad con su aspecto, ¿se fijaron?", agregó doña Rosario Schmidt. Los bárbaros habían arribado a Colonia Albán. "¿Qué se les puede vender?", me pregunté sin hacer partícipe al resto de la asamblea de esta inquietud, "cumbias villeras, ginebra, condones ¿usan condones? Un nuevo mercado se abre" mentalmente planificaba mientras otros seguían el mismo itinerario especulativo, como vendría a enterarme a corto plazo. La señorita Abraham fue autorizada a recibir a los niños proletarios en la escuela, pero cuando los de la cooperadora contaron los bancos, no los había suficientes. Esas familias deberían procurarse educación propia.
Empiezo a visitar Villa La Roña, como la bautizamos de inmediato, con mi furgoncito cargado de mercadería, lunes y viernes de mañana, según me toca en el sorteo de turnos. Ventas pobres, algo es algo, no se fía, señora. Durante una semana se mantiene una tregua amistosa. Plena ocupación para las hembras de la villa (¿qué son? ¿bolivianas? largan conversaciones completas en un dialecto incomprensible). A una cantidad discreta de bolivianos los empleamos en el mantenimiento de jardines y plazas públicos, barrido de calles y recolección de basura, al menos para los que no ofenden demasiado la estética del paisaje. Pero los espacios verdes no alcanzan para todos.
El lunes de la semana siguiente (el domingo previo el intendente recibió diez llamados anónimos de queja por la invasión de foráneos en el parque de la ciudad, usando las hamacas, toboganes y paseándose por el centro), la gente de la villa pidió una entrevista a las autoridades quién sabe con qué intenciones. Para recibirlos se convocó a la Asamblea Ciudadana. "Horas atrás, en el hospital de la ciudad, se le negó atención a Laureano Díaz"; una petisa se adelantó para arrojarnos las palabras. Ajá. Los villeros ya exhibían su Nina Peloso, mujer filosa como abrojo de desierto prendido a la bragueta. Pronto vendrían los piquetes. Pero a nosotros no nos iban a encontrar desprevenidos. Intervino el presidente del Concejo: una ordenanza de 1899 fijaba los límites de la ciudad de Colonia Albán; lamentablemente, el nuevo asentamiento quedaba fuera de nuestra jurisdicción, y por lo tanto, del beneficio de todos los servicios municipales. "Estamos realmente consternados", corearon el intendente y su gabinete. La boliviana pidió examinar la norma. El presidente del Concejo había hecho fotocopias, le alcanzó una. "Voy a hacer verificar la vigencia de esta legislación", gruñó la mestiza. "Hágalo, señora" respondimos con optimismo. "¿Mañana van a necesitar bramante y cintas de raso" les pregunté a un par de ellas. Para mi desconcierto, dieron media vuelta y mutis por el foro. ¿Qué tenían que ver en todo esto los negocios? Hubo que revisar el archivo comunal y desempolvar disposiciones que vinieran al caso. Una de 1911 prohíbe la instalación de puestos de venta callejeros; los visitantes que ya los habían montado con sus chucherías en cerámica y tortas criollas, fueron invitados por el agente Ruiz a levantar campamento. Apareció otra de 1843 que sancionaba la construcción de un fortín perimetral de protección, nunca convertido en realidad, nunca tan necesario como en las presentes circunstancias. Llegada era la hora de su concreción. En diez días se completó la obra. El portón de acceso a la ciudad se abre al amanecer y se cierra a medianoche.
Finalmente, otro incidente con los advenedizos desencadenó el enfrentamiento abierto. Los villeros empezaron a pasar de largo frente a nuestras camionetas de venta estacionadas frente a sus amontonamientos de lata. Ajá. Nos habían declarado un boicot bajo nuestras propias narices. Respondimos con el despido de todos los servidores de ese origen que habíamos ocupado a nivel municipal. "Ahora vas a lavarme vos los platos, y tenderás la ropa y fregarás el inodoro" sentenció mi consorte. La villa reaccionó con sabotajes. Así, trajeron sus perros a que hicieran sus necesidades alrededor de nuestra flamante muralla perimetral convirtiéndola en letrina. Debimos arremangarnos y meter mano y escobilla. Cuando le tocó a Hans Cooper propuso: "¿Y si pago de mi propio bolsillo a uno de ellos para que lo haga?". Fue abucheado. Como represalia, llevamos "nuestros" canes a que vaciaran esfínteres en el arroyo Manso, curso de agua de donde los bolivianos se abastecían para el consumo diario, Tomen. El doctor Larsen esperó que se desatara alguna peste, allá, para ir a ofrecer sus servicios privados. No sucedió. Entonces nos tiraron "su" basura en "nuestro" tanque de agua. Decisión: pedir la intervención del diputado distrital. Que se ocupara de la erradicación completa de la villa boliviana. Expulsión. Exilio. Expatriación. Sin más trámite. El diputado Stella presidió una reunión conjunta de las partes en conflicto. "Por empezar, aunque respetamos a los hermanos del altiplano, no somos bolivianos" dijo la Nina Pelloso mostrando los DNI de todos, en regla, "por lo tanto, votamos como cualquier argentino". Subrayó con marcador rojo el: "vo ta mos". Stella hizo cuentas, Los ciento veinte pobladores de Colonia Albán, viejos y sin posibilidades de reproducción. Los trescientos de la Villa, todos de vientre fácil y al toque. El diputado habló: siendo que ustedes pertenecen a otra jurisdicción, queridos compatriotas (se dirigía a los bolivianos) tendrán un intendente propio y la habilitación de los servicios asistenciales y educativos que garantiza la constitución. Compatriotas... y se largó el discurso que selló nuestra derrota. Las elecciones se precipitaban. Stella disputaba su relección y peleaba voto a voto la banca con su oponente, el radical Farina. Cuando llegó Farina, nuestras últimas esperanzas se volatilizaron. Les prometió, por añadidura, la cesión de los terrenos fiscales, y un plan de viviendas fonavi para todos los habitantes de Colonia Nueva, como reza la piedra fundacional que las autoridades provinciales, con el Secretario de Obras Públicas a la cabeza, colocaron en acto oficial en la flamante plaza del nuevo poblado. Y hasta el obispo, venido personalmente de Añatuya en persona, con toga y ribete, anillo episcopal y agua santificada, la bendijo. Nosotros, lágrimas en los ojos, tuvimos que aplaudir.
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