CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A la memoria de don Miguel Balagué
Las calles eran grandes barriales donde se hacía casi imposible el tránsito, ya que los carros numerosos y los mismos sulkys más livianos producían huellas profundas, mientras las pisadas de los caballos conformaban un lodazal de espanto.
Los inviernos eran duros, muy duros. La escarcha blanqueaba los zanjones con agua estacionada y en el campo los pastitos quemados y los pájaros muertos daban fe de la furia de agosto.
Crepitaban en las cocinas económicas o en los más humildes fogones con una plancha de hierro fundido encima, aquellos desaparecidos marlos blancos que se guardaban en grandes trojas hechas con cañas.
Las cocinas solían llenarse de humo y hasta circulaban sobre las lámparas incólumes de querosén iluminando pobremente las caras de todos.
Cuando me acuerdo de aquellos inviernos un vendaval se atropella en mí abriendo las pocas telitas que los años obturaron.
¿Cómo resistir a pata ancha los más duras vientos y las más sucias lluvias si se abatieron sobre uno con toda la maldad y saña del mundo?
Pero hoy bastaría levantar esa telita leve para que salte desde el remoto olvido la larga chata con ruedas de hierro que supo tener el catalán Miguel Balagué.
Don Miguel, con su único diente para sostener esa pipa ya carbonizada por el uso. La chata tenía sólo dos barandas una al frente y otra en la culata donde un cartel pretencioso y pintado con letras coloradas decía: "Expreso El Rápido".
Esas inocentes letras fueron de los enigmas que mi niñez consideraba realmente insondables. Porque don Miguel esperaba todos los trenes que paraban cinco minutos en mi pueblo y luego salía a repartir las encomiendas. A mis pocos años, ese traqueteante armatoste era lo más alejado de la velocidad y la rapidez que uno podía suponer. Y si en ese tiempo yo no hubiese tenido vedado el conocimiento a la retórica hubiese dicho que la chata de don Miguel y el nombre del "expreso" eran un perfecto oxímoron. Si se le agregan los dos caballejos pachorrientos que tiraban de ella con destaparrado andar está todo dicho.
Esos caballos al menos uno por vez le servían a don Miguel para el reparto de los helados de su pequeño establecimiento familiar, donde su bella hija Delia ocuparía destacado lugar.
Don Miguel y sus famosos y ricos helados "Balagué".
El reparto se hacía con un carrito pintado de amarillo, con sus dos rueditas chirriantes, su solo asiento y su toldito del mismo color.
Cada verano empleaba a algún mozalbete para que incursionara bajo la dura canícula ofreciendo tal exquisitez.
A algunos de sus vendedores aún los recuerdo: "Chelita", Valentín Prámparo (a quién llamábamos "Luisito" para distinguirlo de su padre del mismo nombre) y sobre todo a mi viejo amigo Roberto Vega, a quien llamábamos El Mincho.
El trabajo era muy bien preciado porque los helados eran de las pocas cosas que no resistían el deseo de probarlos. Cualquier bolsillo aún muy flaco podía dada la baratura del producto adquirir su preciado sabor para revertir la dura canícula que se abatía sin piedad sobre el pueblo.
Con El Mincho éramos amigos desde mi más remota infancia ya que habíamos sido vecinos hasta que se mudara y como si fuera poco, de una cuadra donde sólo había vecinitas, resultado por el cual él y yo éramos los únicos habilitados para patear esas esquivas pelotas de trapo que su habilidad fabricara.
Otra cosa tenía El Mincho que lo hacía único: sus abuelos. Ella, doña María, rezadora que hacía torcer con velas los pronósticos futbolísticos mas adversos (todavía recuerdo las siete velas de los siete goles que le infligiera Huracán a su tradicional rival del otro lado de la vía aquella tarde de gloria que no olvidaré mientras viva) y para rematar su abuelo era el mítico don Angel Pichichello, italiano lleno de historias, buenazo con su sombrero aludo que hacía sombra contra la contra de la suerte, sus bigotazos "de manubrio de bicicleta" como le decíamos bromeando, su bonachona mirada azul plenas de montañas de su tierra natal.
Así que apenas salido en su recorrer, El Mincho no podía con su genio y volvía a su viejo barrio "del Jazmín" no a vender demasiado pero sí a charlar conmigo, que había desertado de la obligada siesta, y lo esperaba bajo el más bello y coposo paraíso de mi pueblo.
Mi amigo debía competir con la pujante heladería de don Gimmo Callegari quien había confiado a Albertito Nocino o a algunos de los tantos hermanos Correa su propio carrito todo pintado de blanco, tirado por un caballo del mismo color.
Sentado en la gramilla profusa, en ese detenido sopor de la siesta, yo miraba pasar las nubes entre las pocas ramas ralas que me dejaba el paraíso, escuchando el canto estridente de las pirinchas, y aún el canto armonioso de alguna corbatita, de un mixto o un federal.
El Mincho llegaba con su carrito amarillo, zangoloteando los dos inmensos tarros de aluminio o de acero, no sé bien, con el hielo picado y su sal, para conservar los preciados helados.
Tenés guita, me preguntaba.
Y yo que a veces había podido juntar de alguna propina que me daban las vecinas por algún mandado (doña Luisa Aimetti, doña Rosa Campos) esa breve, esquiva y preciada moneda, o su equivalente, el exiguo billetito verdoso de cincuenta centavos se le extendía a cambio de un riquísimo helado con sus tapitas que guardaban la crema o el chocolate que hacían mi delicia. Entonces, él sacaba otro para él y empezábamos a gustarlos mientras conversábamos con toda parsimonia de fútbol, equipos, o de películas cortadas que veíamos en la matinée del cine La Perla.
Si yo no tenía una triste moneda que era lo más probable mi amigo sacaba lo mismo su helado, lo partía equitativamente y en gozosa fraternidad lo hacíamos desaparecer en nuestras respectivas bocas.
Don Miguel le descontaría por las noches estos helados que El Mincho "sustraía" con generosidad y tal vez profusión.
Un día lleno de moscas zumbadoras, mientras estábamos conversando animadamente tal vez de un próximo clásico, el caballejo estaba espantándose las moscas a coletazos y pisotones, cuando uno de éstos cayó sobre mi pie desnudo, como los tenía casi todo el verano.
Ahogué el grito que me produjo el dolor de esa pata llena de verrugas y mugres sobre mi propio pie indefenso, porque si mi viejo despertaba de la siesta el castigo podía ser peor que el pisotón de un caballo.
El Mincho, con la seguridad que otorgan el ser dos o tres años mayor no se inmutó. Sacó presto un puñado de hielo y sal y me lo puso sobre el pie herido.
Mi madre, como siempre guardó el secreto, luego de hacerme curaciones con alcohol puro, en un descuido de mi viejo, por suerte siempre en babia, o en sus lucubraciones misteriosas. Sé que fui un hombre, que no grité porque así me lo pedían los numerosos varones de mi familia paterna, el Kelo en primer lugar.
A veces pienso que será de la vida de mi viejo amigo El Mincho (el origen de su sobrenombre, que me confió, nunca saldrá de mis labios porque tiene algunas connotaciones vergonzantes).
Lo veo poco cuando voy a mi pueblo, tal vez, ni recuerde su primer trabajo, en el establecimiento de don Miguel. Esto fue antes que comenzara a aprender el oficio de carpintero, que llegó a dominar muy bien.
A veces pienso también qué habrá pasado con aquel numerosísimo ejército de mariposas, con esos cuises que sin piedad cascoteamos y qué con ese casal de horneritos que por piedad no matamos, ya que al verlos tan hacendosos ablandaba nuestros crueles corazoncitos de cazadores. ¡Pobre del que se atreviera a matar alguno! Merecía el desprecio de la barra toda.
En aquellas siestas el mundo se detenía y nosotros con él, porque todo estaba tan lejos y para todo había tiempo, hasta para mi amigo "El Mincho" se olvidara de la competencia, que andaría sacándole los clientes por la otra punta del pueblo.
Pienso en ese viejo paraíso, el primero de una larga hilera que comenzaba en el límite del terreno de mi casa y seguía por la vereda de don Clemente Gerlo, a quien no le dejamos fruta sin robar.
Pienso que lo habrá desgajado una tormenta con su violencia, o fueron simplemente los años que lo pueden todo, o tal vez alguna comisión comunal que como sabemos odia a los árboles con bastante fruición.
Bajo esa sombra propicia nos resguardábamos de la miseria del mundo, de las lluvias y de los soles más brutos que se abatían sobre esa zona de la pampa, tan gringa.
Estaba todo tan lejos, más lejos aún que propio recuerdo que lo único que se acerca hoy es mi más pura amistad para con El Mincho, mi amigo que hizo de improvisado enfermero de esa intensa canícula, bajo el mejor paraíso del pueblo.
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