Lunes, 25 de agosto de 2008 | Hoy
Por Sonia Catela
Bajar del ómnibus, enfrentar la esquina que oculta al perseguidor: ser invadido por caracoles babosos, negros, que me trepan desde la boca hasta las arterias del cerebro: "te va a reventar". Merodeo la ochava; el perseguidor, Manfredi, no está.
En esta invasión cuento con aliados pero también enemigos: doña Perla, propietaria y viuda, refuerza desde su mostradorcito mi identikt de conspirador tirabombas y "¿cómo le va, Rubén? ¿cómo marchan esos trámites de residencia? (en qué andará este muchacho)". Quizá se le arrimó Manfredi, el de Inmigraciones. Quizá mantuvieron una larga charla. Bajo la protección de la araña de caireles y flecos lanzo mi defensa: "Ay, doña Perla, qué haría un pobre exiliado sin su ayuda", lo del exilio le parte en espejos sus ojos, tan lejos del se lo declara inofensivo que busco. Llena de aprensiones, doña Perla me tiende un papel y una llave ("esto le dejó ese Efraín") y me encomienda el cuidado de su gato porque es sábado, "bueno, doña Perla" y ella va a misa, pedido que me redime ya que no se le pide ese favor a quien traspuso los últimos límites y qué cosa asquerosa este gato castrado, una cosa que se arrastra y hay que alimentar y adorar como a un Buda de vientre fláccido con todo lo que debo hacer para salvarme, (el encuentro con Efraín y los otros será a las nueve) la escalera huele a humedad, la última mirada hacia la calle sin Manfredi (una tregua) hay sí, la kombi correspondiente a la llave que Efraín me ha dejado para que la conduzca al lugar donde cometeremos los hechos; subo a mi cuarto y a mi cama (una horita de siesta) pero primero encierro al gato gordo en una antigua pajarera que ha venido a dar a esta sala de espera de pasajeros, tránsito de gente que no va a ningún lado.
Me tiendo de espaldas; vigilo la cama. Esta cama a veces birla su borde y quedo al filo del precipicio; la caída inminente tironea y toco con ambas manos la frontera entre mi cuerpo y la nada; me lleva un buen rato convencerme de que estoy sobre el colchón; la sensación se asemeja a la persecución de Manfredi.
Pero ahora estoy despierto, la bombita encendida, y yo a salvo, apoyado con un brazo sobre la almohada, con el otro fumando y empezando a sentir que me acerco al cáncer o a algún otro precipicio también riéndome porque si Manfredi me agarra con las manos en la masa (a las nueve, los compañeros, los hechos) no habrá tiempo de tumores, es redundante preocuparse por diez o quince cigarrillos, pero lo mismo vuelve a agobiarme el atado de negros vacío sobre la mesa, el cenicero exhalando el olor de los veinte gusanos blancos retorcidos que devoran mi cadáver; lo vacío en el inodoro, tiro la cadena, no pasa nada gato, callate. Por la ventana espío la calle; llueve; sólo hay ese Líbano devastado que es el pavimento mojado, de noche, cuando los faroles parecen jugar a la ruleta rusa. Pero Manfredi no. Manfredi suele apostarse en el portón de enfrente cada vez que me sigue desde la oficina donde tramito mi residencia, él se deja descubrir, evidente, y cada día después es otra espera en la repartición de Inmigraciones, la cola que me lleva hasta su reducto, desemboca en la anónima rutina de desconocimientos fingidos: ¿nombre? exigiéndome individualizaciones que conoce, para luego, siempre, redescubrir su cara lavada en el hueco de la jungla de brazos del subte, reflejado en los vidrios biselados de la puerta de la pensión, pero a las diez de la próxima mañana, su puntual: ¿nombre? destornillando cada uno de los pernos que me afirmarían al piso de este país.
Ahí aparece.
Ahora el viento corta las luces, las de la pensión, las de la calle. El viento sopla las negruras del mundo, de las pesadillas, de los túneles de escape, de las cloacas; nunca pude superar el miedo a la negrura, miedo a la muerte, dicen, el viento trae la oscuridad de los miedos imaginados, las nubes de todos los miedos. Ya no se lo distingue a Manfredi. Reacciono para la estampida, antes enciendo otro cigarrillo que late y late como un semáforo de tres bolas rojas, más la ajena respiración con ligeros silbidos, cerca, y no es la del gato. Manfredi ha entrado para intimidarme o definir algún final.
Tanteo los volantes que almacena la mesa de luz; no tengo escapatoria, tampoco quería traerlos. Sin explicarles, cuidando de ocultarles la persecución de Manfredi a la gente del grupo, intenté rehuir "¿y si estuviera vigilado?", oyéndolos "pero qué le va a hacer compañero, vaya novedad, compañero", codazos y bromitas sobre el boliviano arrugado, "todos los que estamos en esta lucha corremos el riesgo", así que a traer ese atado de volantes sabiéndome bajo el control de Manfredi, escuchando el "no sea tan pelotudo, compañero" de Efraín, "si no los tiene y se los quieren poner se los ponen, si lo quieren llevar se lo llevan, si se va lo encuentran, mejor cámbiese de pensión, compañero", oyéndome a mí debería dispararme al sur un tiempito, oyéndome a mí sin papeles resulta todo muy difícil, oyendo ahora esa respiración en la oscuridad y la sensación de vértigo por las baldosas que se aflojan como el colchón y la pieza cae al primer piso y sigue desplomándose por un agujero, pluma de plomo, y no para. El cigarrillo me quema el labio y apenas entreabro la boca para que resbale, pero pegado por la saliva sigue quemándome. Manfredi (tiene que ser él) corre y descorre la sillita de paja en la que me siento a zurcir zapatillas y refulge una navaja, algo me dice "te va a cortar como cierre de campera de arriba a abajo".
Recuerdo la linterna comprada al desgano a un vendedor ambulante y que quedó en el gabán; retrocedo hacia la pared tanteando los clavos, revoleando prendas, hallando el bolsillo, apuntando a Manfredi bajo el reflector de la eveready, su "qué pobre diablo", advertido de la mugre de la pensión y trae nomás la navaja, "pero mirá qué pobretes, todos ustedes, ratas que roen nuestro pan", la harina de los panes que me acusa de devorar se ilumina con esa bombita de luz que resucita en el cuarto, siempre deshilachada y que ahora parece una explosión de piñatas polvorientas, blanquísimas. Manfredi pestañea y retrocede hacia la salida, pero antes, en una vuelta de tuerca, arroja la navaja y la clava en el gato que maúlla un alarido feroz. Podría habérmela clavado a mí, quiere que sepa y mastique, a mí.
El gato chorrea sangre y no vale la pena pensar que Manfredi se volvió loco, importa que los volantes siguen a salvo en mi mesa de luz, así que los quemo en el inodoro, total no pienso repartirlos, mirando como atontado el partirse de la loza del Pescadas por el cambio de temperatura, vaya variedad de explicaciones que deberé dar a doña Perla, y si usted no viene, boliviano, terminamos presos, oyéndolo a Efraín, usted tiene que recogernos con la kombi, acuérdese porque si no, todos en cana. Pero si vamos que vayan, miro las llaves del vehículo colgadas en su clavo, tranquilas, la furgoneta allá abajo tranquila, a su lado Manfredi; abro mis manos con tantas rayas que parecen caminos y uno no sabe cuál elegir, todos en cana: Renán, Chiche, Efraín, qué boludo compañero, siempre te agarran. A Efraín lo agarran, a Renán lo agarran, a los que roemos el pan ajeno del país ajeno, nos agarran.
Busco los cigarrillos, enciendo uno. Si el teléfono del pasillo suena, por ahí el colchón se aquieta, la pieza aterriza sobre el pórtland gris y Manfredi persiga a otro; si el teléfono suena y los atraparon a todos, quizá Manfredi me deje en paz una semana, si el teléfono suena "tenemos que empezar todo de nuevo compañero", está bien empezar de nuevo, la kombi humeaba una atrocidad, se reventó, no pude llegar compañero; si todos adentro, yo afuera, la tregua, el armisticio con Manfredi hasta rearmar otro grupo, el perseguidor siguiéndome y yo canjeando presas, caminando hacia donde él quiere aunque nunca hayamos hablado del tema ni intercambiado otras palabras que las de las rutinas burocráticas.
Preocupándome porque fumo demasiado y mejor mañana dejo, lo prometo tocándome ese labio que comienza a arder en forma por la quemadura.
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