Jue 18.09.2008
rosario

CONTRATAPA

La situación

› Por Miguel Roig *

Vamos a suponer que el personaje tiene un nombre, Humberto Oliva. El hombre juega con un sobre de azúcar que no le ha puesto al café que ya tomó, mientras escucha a una mujer a quién, a partir de ahora, podemos llamar Lidia Borsani. Ambos llevan viviendo en alguna ciudad europea desde hace mucho tiempo, concretamente desde los setenta, época en la que se vieron obligados a abandonar otra ciudad, pero en este caso se trataba de una ciudad argentina.

Lidia, frente a Humberto, que la escucha con atención, expone una situación que él, pragmático, ya ha calificado para sí de paranoica. Lidia le está pidiendo que regrese a aquella ciudad.

Lidia ha perdido allí a un hermano. Se ha suicidado, dice, pero ella cree que lo han matado. Poseía campos. Estaba casado y no tenía hijos; la mujer se quedó con todo, afirma Lidia y argumenta: nos escribíamos mucho; era un hombre simple, sin complicaciones, ¿por qué iba a quitarse la vida?

El primer paso que da Humberto es poner al tanto del asunto a su amigo ﷓a quien vamos a llamar Walter﷓, un compañero de la facultad que finalmente se recibió de abogado y que si bien nunca dejó de ver el mundo desde la óptica revolucionaria, ésta es siempre sometida a un perseverante carpe diem: se mató con la luparda, dice Walter a Humberto y cuando este pregunta qué cosa es eso, Walter explica: la escopeta que usaban los sicilianos para entenderse entre propios y extraños.

Cuando Humberto llega a la ciudad, Walter aporta más datos. El abogado que cerró el caso y que asesoró a la viuda de Borsani es el mismo que atiende a Rogelio Nuñez, un diputado que tuvo cargos en los gobiernos provinciales y juntos, el abogado y el político, manejan sus temas en tribunales con la misma estrategia que usan los italianos en el fútbol, comenta Walter: no importa cómo pero hay que quedarse con los tres puntos.

Humberto habla con algunos amigos del difunto y no saca nada en claro: la muerte fue una sorpresa inexplicable para todos que la aceptan resignándose al tópico que asegura que nunca acabamos de conocer al prójimo. Uno de ellos, muy cercano a la intimidad de Borsani, le dice que tenía una amante.

Imaginemos a la amante de Borsani: una mujer con más de cuarenta años, de formas y gestos delicados pero con un rasgo inquieto en el carácter que desbarata el sosiego que proporciona a primera vista. Al contrario de lo que Humberto esperaba, la mujer, a la que vamos llamar Estela, no fue sorprendida por el suicidio. Borsani, cuenta, era un hombre lleno de contradicciones, atado de mala manera a su mujer; su fantasía era vender los campos e irse con ella a vivir a la costa uruguaya. Depresivo, no era fácil ayudarlo a remontar, dice levantando la mirada y volviendo al rostro de Humberto en un gesto que empaña la indulgencia que acompañó hasta ahora el discurso para convertirse en una acusación. Estos cambios bruscos de su registro, en lugar de desviar la atención de Humberto de la misma manera que distrae de la abstracción una ráfaga repentina de aire, lo acercan más a la historia que cuenta Estela y también a ella.

Humberto sigue viendo a Estela y comparte con ella las versiones que escucha sobre la muerte de Borsani, las dudas sobre la viuda y la rara presencia de un abogado un poco oscuro. De alguna manera, Estela empieza a ocupar el rol de Walter: es ella quien juzga ahora el valor de los rumores, comentarios o testimonios que colecta en la ciudad.

Humberto visita a la viuda de Borsani. Una mujer madura y nerviosa ante el interés de su cuñada por el final de su marido, narra a Humberto las penas de la pérdida inesperada. Cuando, intrigado, Humberto le cuenta a Estela la contradicción de su imagen de Borsani cotejada con la de la viuda, Estela le quita importancia: Borsani sólo iba a su casa para dormir, dice, y no siempre. El que se queda a dormir esa noche con Estela es Humberto.

Hace años, cuando la piel del exilio se hubo caído del cuerpo de Humberto, comprendió que había salido de la Historia para vivir confortablemente el presente, pero ahora, de regreso en la ciudad, aferrado a Estela, siente que de alguna manera esta regresando a su historia.

A la mañana siguiente, cree que de alguna forma tiene que pasar a la acción y, de manera absurda, sin compartirlo ni con Estela ni con Walter, decide seguir a la viuda de Borsani. Durante varios días pisa los pasos de la mujer y descubre que también ella tiene un amante. Saca fotos de la pareja entrando y saliendo varias veces del edificio donde se supone que vive el hombre. Cuando se las enseña a Estela esta sufre un ataque de nervios, le acusa de violar la intimidad de la gente, de jugársela por nada, en fin, la cuestión es que, desconcertado, abandona el piso de Estela ante el pedido de ella: quiere estar sola.

Humberto verá a Estela sólo dos veces más.

Walter mira las fotos que ha tomado Humberto: es Rogelio Nuñez, dice, el diputado cuyo abogado cerró el caso Borsani.

Humberto llama una y otra vez a Estela pero ella no atiende el teléfono. Va a buscarla varias veces y no la encuentra; vigila el edificio pero no aparece por allí. El portero no sabe nada.

Una tarde, al volver al hotel, encuentra la valija abierta sobre la cama y todas sus pertenencias desparramadas por la habitación. Se muda al departamento de Walter bajo la promesa de respetar la fecha de regreso que figura en su pasaje aéreo.

El sábado siguiente se van juntos al río. Cruzan a una de las islas y dan un paseo en lancha hasta recalar en un recreo. Walter trae carne que la dueña del lugar asa. Mientras comen, en una mesa ubicada a la orilla del riacho, ven pasar lentamente las pequeñas embarcaciones que ambos siguen con la mirada sin desatender ni la conversación ni la comida. Un pequeño yate navega con lentitud frente a ellos y en la popa distinguen a Estela y a Rogelio Nuñez sentados en un borde de la embarcación.

Humberto no claudica y vigila el edificio donde vive Nuñez, el mismo donde ha visto salir y entrar varias veces, juntos, al diputado y a la viuda de Borsani. Ve a Estela bajar los escalones de la entrada y al ganar la acera, se le acerca. Ella lo evita y él la sigue hasta el coche, interpelándola y quedándose solo mientras mira como el vehículo se aleja calle abajo. No advierte que desde otro auto se bajan dos hombres y, sin mediar palabra, descargan varios golpes sobre su cuerpo y cuando Humberto cae al suelo, continúan con un buen número de patadas.

Hasta aquí el argumento. El cierre que demanda la historia supone que la hipótesis de Lidia era correcta. Nuñez conoce a la mujer de Borsani y comienzan a mantener relaciones durante las cuales él descubre el patrimonio real que ella y su marido poseen. Tramar el desenlace conocido no le cuesta nada y para asegurarse el control total sobre Borsani, utiliza a Estela que seduce fácilmente a éste sin interrumpir su relación con Nuñez. La mujer ignora el complot y poco después de la muerte del marido, Nuñez la convence para entregar las tierras al capital financiero con rentas fijas, bien negociadas, que alcanzan cifras muy altas. Con el tiempo, la estructura judicial que asiste al político, acabará allanándole el camino hacia la propiedad de esas tierras.

Pero esto es una vuelta de tuerca más porque ata los cabos sueltos y no lo esencial. Al igual que en Edipo ﷓quizás el primer aporte al género policial﷓ lo importante no es descubrir que él es el asesino de su padre sino constatar que ha consumado el amor con la madre, aquí lo relevante no es si mataron o no a Borsani; lo central es ver el sistema de relaciones afectivas y crematísticas que incluyen a la muerte no como un sujeto sino como un complemento circunstancial.

Durante las dos semanas que estuve de visita en el país, al tiempo que leía periódicos y escuchaba historias cotidianas de amigos y familiares, iba construyendo esta pequeña fabulación para desbaratar la realidad que se derramaba sobre el reencuentro.

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