CONTRATAPA
› Por Bea Suárez
Me encierro en Rosario.
No puedo desvestirme. No puedo.
Camino entre tilos y conjeturas, la recorro serena hablando con el norte de mis labios.
Mi pueblo da una tregua fantástica a su enorme distancia y junto fuerzas para el ahuyente de mosquitos que se viene.
Rosario y sus cuarteles, sus calles descifradas por cucos españoles, los azares reales que hacen de suelo, los problemas domésticos que a veces me dejan destruida a la sombra.
Miro la temperatura en el televisor (el mascullador oficial) y espero el brazo derecho de alguien que hará de almohada esta noche, escucho la verdad dorada de todos los tiempos y camino, camino, camino.
No hay condiciones para que me presten a octubre, me lo den por un rato, me externen del invernadero que llegó, en detrimento del sol, a favor de un ángel propio.
Me transformo por adelantado en la chica bronceada, ligera, dividida y dispersa del verano, cuando el calor me lleve hasta la difusión, y la nostalgia del año perdido hierva y la luna manche. Temprano en el río.
Voy mordisqueando a Rosario, le doy un picotazo a la fluvial, la emprendo como una aventura de Rioja, desparramo su ferrocarril.
Después espero lisa una cucharada de política que la mejore, la insignia, la cortina de alivio; que entre los boulevares aparezca la diferencia íntima entre honradez e infamia.
En esta caminata del encierro siento que un trole va a embalsamarme, la rutina bancaria que no me dice adiós, mis trabajos pegados como carne y mala uña.
Recorro un museo de miradas. Voy clasificada en un fichero. El ruido vive, las mesitas, las lanchas inocentes, la zozobra descomunal de próximos balances, el aire del ante último mes camina al lado mío, dejamos rastros como en un vals.
Cruzo gente rica, pescadores, grupos de orilla, maestros, niños pobres, linyeras desesperados, mujeres, perros con ojos de vidrio, con cola de cuero.
Mi ciudad no natal, la que tendré de vieja, la de chorros, asesinos, y bandidos generales, una patria que no recibe la mano de nadie, que aniquiló gatos cuando fue herida de muerte con dardos de insensatez.
Me encierro en Rosario con el olor duro del Paraná, los tumultos de shoppings, los padres en tronos de tarjetas naranja, mi organización escuálida hacia la felicidad, los amigos, edecanes para cuidarme.
Parece incluso que anduviera una Santísima trinidad suelta, tal que creo en este piso, que a algún lado me lleve, que de la tacita de café surgiera un obispo importante para darle misa chica a algún problema y me dejara lista para mandar sobre lo que me pasa.
Versito inculto de octubre, burro. La reprimenda del sentido será terrible, desparramará el privilegio de no entender.
Rosario aúlla en mí, soy su mujer penal. Expuesta a todas horas en Oroño o Dorrego escribo como una ganga sobre el municipal acontecimiento de aniquilarla en un poemita.
Mientras octubre se deshace. Como una golosina. Despacito.
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