CONTRATAPA
› Por Gloria Lenardón y Aída Albarrán
Aunque estábamos seguras de lo que buscábamos, aquella tarde nos acercamos con Aída Albarrán a La Plaza un poco contenidas, ¿cómo entrar de sopetón al momento actual de esta historia de Las Madres remota y a la vez viva que nos involucra a todos? Que hubieran pasado más de treinta años del primer jueves de sus rondas agrandaba el interrogante sobre esta resistencia sorprendente, que logra mantenerse así de activa en el tiempo.
Conocerlas nos daba aliento para encarar la plaza que ardía. Las madres estaban ahí, como siempre; el pañuelo blanco, la seña inconfundible, llenaba la plaza 25 de Mayo brillando a lo lejos. Daban la vuelta del reclamo, la vuelta de la resistencia, la de los jueves de siempre, a las cinco, un reclamo repetido en Salta, en Santiago del Estero, en Córdoba, en otras ciudades argentinas.
Algunas ya cumplieron ochenta años, dicen tener más de una razón para volver a la plaza, que no sólo vuelven por sus hijos -todavía con luz escasa, hay demasiados muertos NN, pocas noticias sobre las individualizaciones, pese a los varios juicios a los genocidas- sino también por otros reclamos, hoy los derechos humanos son para ellas un compromiso social urgente. Retoman ideas de sus hijos en un sentido inverso al natural que va -en los legados- de padres a hijos, dicen que poco a poco se dieron cuenta de la propia transformación, que se fijan en lo que pasa más allá de la puerta de la casa, que la vida puertas adentro tiene una base muy estrecha, que mientras tantos y tantos no mejoren su condición, no consigan equiparar su vida a la de los que la viven efectiva y plena, van a seguir insistiendo; lo dicen en sus discursos escritos a mano, frente a las fotos que en fechas claves cuelgan en hilera en el monumento central, rodeadas por la masa de autos cada vez más concentrada que toca bocina y se irrita pendiente de la rapidez, y a unos pasos de las demoliciones de las edificaciones antiguas que desparraman el polvo en las calles deslumbradas con las torres de vidrio cada vez más altas.
Para terminar en el café, frente a un cortado que humea, hay que sortear los compradores del primer tramo de Córdoba, sus veredas rotas por el recambio de lajas siguiendo el estilo de demoler y poner nuevo, los chicos que ofrecen a cambio de monedas tarjetas que hablan del amor de todos por todo, y antes, a los paseantes de la plaza, su desconfianza o incomodidad, ¿prensa internacional aquí?, esa prensa nunca perdió interés por las madres. Para Eduardo que las acompaña desde hace años, trabaja en una biblioteca de un barrio, la competencia que propone la libertad de mercado es la nueva pasión de los rosarinos y no la transformación de las relaciones sociales que permita a todos desenvolverse como la vida manda.
Cambian los años pero las madres no , más allá de las individualidades, el conjunto avanza en línea recta.
Matilde de Tonioli, Chocha para todos, dice que Buzzi tuvo la posibilidad de defenderse hasta por escrito -en una defensa hecha de puño y letra- frente a un tribunal, su hijo no. Chiche Massa deja flores en la plaza el día del cumpleaños de su hijo porque no tiene otro lugar donde llevarlas, Norma Vermeulen armó el más completo archivo con las notas que fueron apareciendo durante todos estos años y escribe sus memorias, el nieto de Noemí de Vicenzo va con su hijita a la plaza, "soy hijo de desaparecidos, estoy aquí gracias a mi abuela Noemí, no dejo de acompañarla", el jueves 18 de septiembre murió Nelma Jalil que apostó fuerte a la persistencia; pero esa falta, como otras, las convoca y confirma para la próxima vez.
Después de la plaza nos juntamos en el café, después del primer jueves vinieron otros, ellas hablan de los hechos que no hay manera de borrar, hechos que no parecen a escala humana, se preguntan dónde están sus hijos en este momento, pero también se habla de lo que viene, hay anécdotas, agradables, recientes.
Las Madres de Rosario: Cabezas activas para pensar, empecinadas en la interpretación del mundo que les toca, por fuera de cualquier partido político, exteriorizan sus juicios de valor. Se reúnen siempre en el mismo bar, en el "El Pacífico" la lucha sigue.
II
Por Aída Albarrán
Pasó el tiempo y perdí la oportunidad de conocer a todas; los años y la salud doblegaron la presencia de algunas, otras se fueron para siempre con la esperanza de reencontrar a sus hijos en lugares más amables. Sin embargo, este año, una propuesta fue el motivo que me acercó a este grupo de mujeres que entrelazó historias sencillas y cotidianas paralelas a la épica oficial. No son heroicas, son dignas, en esta cualidad reside su belleza.
Tuvieron que buscar a sus hijos y lo hicieron, debieron reinventarse para mostrar que no hay sufrimiento individual que no sea colectivo y transformaron su dolor en testimonio de la infamia, dijeron: Todos o nadie, entonces no aceptaron el olvido y construyeron un espacio. Aquí están, la ronda de los jueves ilumina los colores del ocaso que desmigaja el día sobre la Plaza 25 de Mayo, sus huellas trajinan la memoria del ausente. En este instante todo es veraz. Lúcidas y sabias, con esa sabiduría que sólo dan los años, no sólo miran el pasado, el abrazo con el que sostienen a sus hijos se abre generoso, se extiende hacia aquellos que desean variar el orden de las cosas para edificar una sociedad más justa. En la ronda de los jueves convive la agonía y la celebración de la vida. En medio de la ciudad que transcurre indiferente en los bordes de la plaza parecen frágiles y pequeñas pero ese contraste exalta su humanidad y desnuda la despreciable inmoralidad del victimario.
Desde el presente, afirmadas en el pasado la ronda se agiganta y proyecta hacia el futuro. A veces el almanaque señala un aniversario, entonces la marcha se detiene. Frente a la placa que protege las cenizas de la familia Labrador y recuerda a los desaparecidos quedan las flores, pocas palabras. La evocación desdeña la elocuencia, ahí están Chocha, Chiche, Noemí, Norma y Nelly, -partió Nelma Jalil- comparten flores con la mano amiga que siente el pudor de realizar la misma ofrenda que estas mujeres.
Me acerqué para que nos contaran un poquito de la vida de sus hijos, para conocer a esos jóvenes que llevan en la intimidad de sus corazones, ellas amables como siempre, hablaron, escribieron. Les dieron a las palabras un sesgo familiar, los mostraron humanos y reconocibles, hablaron de sus sueños, acciones y afectos, los hicieron visibles y acrecentaron la irracionalidad del crimen. Las conocí, no las admiro las quiero.
Pequeños gestos reaniman la promesa de que existe una sociedad donde el cambio es posible, delicadas y firmes tuercen la voluntad oficial de exaltar la tragedia para esconderla, no quieren ser leyenda, saben -como dice Camus- que el pensamiento rebelde no puede prescindir de la memoria, pero la interpelan, abren puertas, tienden lazos, se resisten al bronce. Quizá no quieren que ocurra lo que cuenta el guatemalteco Augusto Monterroso en esta leyenda: "En un lejano país existió hace muchos años una oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura".
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