CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Una no se enreda con un paciente, ése que te cose a sus costuras con cicatrices y agujas, brazo contra brazo, muslo contra muslo, clamándote "Patricia" de nombre errado, pero como te convencés de que lo traerás a tierra (barrilete sin ancla), pegás la vuelta y encarás el pasillo para fingir una nueva recorrida por su pabellón, detenerte sólo ante él, llevártelo a tu consultorio para una entrevista sumamente necesaria, "pero si Cardozo anda estable, doctora" acota la enfermera, "acercámelo, Norma, le veo venir otra crisis", cerrás la puerta, a solas con el interno, Roque, quien empieza a construir una casa, una ciudad entera, dedicándotelas, "reencontrarte me salvó, Patricia, juro que me moría", amarrándose a tu cuello, a tus hombros, aquí en el consultorio, donde le permitís lo que no se consiente, y te concedés el permiso inapropiado de empezar a acariciarle esa piel que él cose a la tuya, en la que te sentís ya viendo el living que Roque acaba de decorar, "¿te gusta el empapelado? te extrañé, tanto, querida" te entreteje a sedas de abrazos tu paciente, en los ambientes recién renovados que va descorriendo para vos, trabajó tanto, Roque (era) arquitecto, en clave de azul, indica, tu color predilecto, "¿y el panorama por el ventanal ampliado? mirá", señala, abre las manos; esto te sobresalta, saltás rápido a clausurar las cortinas de las ventanas de tu consultorio, las que dan al corredor del hospital donde ruedan ojos enormes como neumáticos, mientras él, tu paciente, te calza la pulsera trenzada que acaba de fabricar con caracolitos ¿de dónde sacó caracolitos? "bajé al río hace un rato, querida; pasemos la tarde en la playa, asomate, hay regatas", "después, sí, Roque"; se enlazan en el cuarto recubierto con pequeñas margaritas, y el acolchado níveo los recibe, mientras corrés el taburete para liberar un poco más el estrecho espacio del diván de plástico resquebrajado, "te extraño todo el día, Patricia, dejá esas clases, al fin y al cabo, podemos trabajar juntos aquí, en las computadoras, tanta gente se gana la vida sin moverse de su hogar, intentémoslo...". Hacés el amor viendo, por encima de la cabeza de Roque, el cielo raso que él acaba de recubrir con listones de madera, sobrepuesto al descascarado techo del instituto. Sin abrir la boca. Vos, Lena; no Patricia. ¿Qué ayuda le das con esta promiscuidad? Ninguna. ¿Y acaso con el tratamiento convencional, él avanzaría? Tampoco. Al cesar el maremoto, (coletea, se aquieta), te calzás las gafas, te calzás el sentido de las cosas: "fijate, yo no soy morena ¿ves? nací pelirroja", Roque te examina una larga crencha rojiza, la enrolla, incómodo, "pero vos siempre...", "sí, pelirroja", él se sacude, aturdido. "¿Leés aquí?" alzás el pequeño cartel que, sobre tu escritorio, te presenta como "Dra Lena Pedraza. Psiquiatra", lo obligás a seguir con su índice los trazos de esa identidad, Lena, "sí, doctora, claro doctora, cómo no, doctora", reconoce Roque, y te abandona, retrocede se marcha a la casa con vista al río, donde moran aquella Patricia amada y perdida, el orden, los mundos en sus respectivos lugares, él, arquitecto, en su sitio, aquí apenas enfermo extraviado, puesto no en la sala de los sillones de ratán, sino en la clínica irrespirable, que apesta a desinfectante; tomás del armario de drogas el medicamento menos agresivo, el que no lo dañe tanto a Roque, el que le deje así sea una delgada línea de sí; descorrés las cortinas, lo saludás profesionalmente, sin un beso, "mañana nos vemos". Mañana puede ser, mañana quizá Roque entre por esa puerta y te llame Lena querida, en lugar de Patricia. No será.
O... Ojalá pudiera llevarte con él, a su terraza sobre el Paraná, para quedarse juntos y diseñar programas, bailar, planear decoraciones encima del oleaje marrón de las aguas. Tampoco, tampoco será. Abrís el intercomunicador, le pedís a Norma que retire al... Vacilás, demorás décadas antes de pronunciar la palabra paciente.
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