CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Primero era el fuerte olor del aceite verde, que se usaba para todas las lesiones. En especial para los dolores musculares que tanto podían provenir de un encontronazo como de un puntapié malintencionado.
Era entrar a fisgonear en los vestuarios y recibir ese olor penetrante, que percibiríamos en ese tiempo como muestra de virilidad, de hombría, de mayoría de edad y del incienso de la gloria.
Eso, digo, si hubiésemos tenido conciencia lingüística, ya que no creo que en el limitado vocabulario que manejábamos entonces figuraran estas palabras.
Lo que sí figuraba en nuestros corazoncitos ingenuos eran las ganas desesperadas de jugar, defendiendo los colores rojos del Club en lo posible, pero jugando siempre y de cualquier manera.
El problema se nos presentaba cuando carecíamos del balón correspondiente, algo que se subsanaba con cualquier objeto pateable que tuviéramos cerca o lo que nuestra creatividad de niños pobres nos dictara.
En ese tiempo, el más alto y el más lejano en mi recuerdo, las amistades y las simpatías se deponían allí: se jugaba "a la pelota", como decíamos nosotros, y si lo hacíamos bien o muy bien, mucho mejor. Pero era la condición sine qua non. No había en ese tiempo baldón mayor que carecer de entusiasmo, al menos. Por eso que nosotros entendíamos, apreciábamos como fútbol. Mi amigo Miguel me confiesa hoy, después de tanto tiempo, que a él el fútbol nunca le gustó y sin embargo llegó a jugar en la primera de Huracán.
Yo venía al club me dice nostálgico y todos ustedes estaban en la cancha, jugando ¿Qué otra cosa podía hacer para participar y estar con ustedes?
Hoy los chicos tienen muchísimas más opciones, apoyados por la más violenta y sensacional revolución tecnológica de todos los tiempos. No es necesario (ni es mi interés) explicar aquello que el lector sabe de sobra porque lo vive a diario.
De todos modos, si aquel tiempo que se perdió para siempre nos dio felicidad ¿Qué pecado hay en remarcarlo? ¿Por qué no relatar aquellas situaciones a la que nos llevaban la precariedad y los sueños de gloria.
Todo muy modesto, es cierto.
Ni equipo, ni vestimenta deportiva, ni calzado, ni siquiera una pelota. Sólo el deseo de patear. Algo esférico (una pelota de trapo, hecha con medias viejas y retazos de géneros) para patear aún descalzo, aún sin sentido de competencia, aún sin partido. Sólo darle con el pie a toda cosa que tuviera alguna consistencia y fuera algo esférico.
Tales eran nuestras ansias y la pasión que gastábamos por entonces.
Con todas estas prevenciones que fui desgranando hasta aquí, no era raro que fueran nuestras primeras pasiones futboleras se fueran manifestando, buscando los primeros ídolos, los referentes tempranos en aquella nuestra precaria e insignificante biografía de entonces.
Recuerdo la emoción que se produce en mi casa, cuando mi padre narra y difunde, ilustra la información, que ya era conocido por todos en el barrio.
Para el club del "globo", para el rojo huracanista venía a militar un jugador que había sido profesional. Se llamaba Silvano Ferreira y había formado la escuadra ñulista del 40, con Musimessi, Colman, Peruca e integró una famosa delantera con Gayol, Cantelli, Morosano y Pontoni.
Todos cracks del fútbol rosarino y nacional. El, que había conocido glorias mayores, se vino humildemente a "jugar al campo", como se decía entonces. Se puso los pantaloncitos blancos, se calzó la casaca roja con el número once, blanco, en la espalda y se largó a jugar. Lo hacía pegado a la raya, corría poco, gambeteaba menos, pero tiraba unos centros milimétricos, a la cabeza del Negro Durán, quien como un mortero la mandaba a la red.
Silvano Ferreira fue el primero que vino en aquel tiempo y que había jugado en el fútbol de Primera A, un profesional competitivo, con su pinta de muchacho humilde, su voz grave y sus ademanes campechanos y corteses. Nos impresionaba como un excelente tipo, como lo que seguramente era.
Cuando llegó el fin del campeonato se hizo un gran baile popular como se le llamaba en aquel tiempo, con una orquesta de tango como correspondía a la época y otro que llamaban "característica", y que tocaba ritmos más movidos: bayón, pasodobles, mambo y esas cosas que enloquecían a los más jóvenes.
Se corrió la voz de que Silvano Ferreira sabía cantar tangos y que lo hacía muy bien.
Invitado por la comisión, no tuvo más remedio que subir al escenario y aunque era muy tímido, no se lo notaba nervioso. Lo presentó Manuel Quintana o "el Pelado" o "el Gallego" como todo el mundo le decía.
El puntero izquierdo, el morocho Silvano empezó bien, cantando un tango, pero a los pocos minutos se olvidó la letra.
Pero a nadie le importó, porque era en aquellos años en todos éramos ingenuos y por demás felices. Tanto, como no volvimos luego a serlo nunca más.
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