CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Suponete que el tipo lo hizo para provocar. ¿Para qué? Para -leo del mismísimo tomo II de la Real Academia-, inducir o incitar a que alguien haga algo. O, me gusta más, para irritar o estimular a alguien con obras o palabras para que se enoje. Es evidente que lo hizo para provocar, me dijiste. ¿Quién de los dos? Te pregunto. A vos. ¿Quién de los dos quiere enojar, irritar o provocar?
Antes de que te conteste, me dijiste, reconozcamos que no hubiera estado mal haber advertido que la obra podía molestar la sensibilidad de algunos visitantes desprevenidos del Museo. De los visitantes extremistas, pensé. Pero no te lo dije. Suponete, también, decidí conceder. ¿Y entonces? Sigo preguntando. Quién quiso provocar más: ¿el artista que creó el beso entre Superman y Cristo o el abogado que denunció sentirse ofendido?
Si el arte es la posibilidad de desafiar las reglas más básicas de tiempo, espacio y correlación lógica a la hora de sentir, resulta disparatado que hayamos tratado de desentrañar esta mini polémica por un cuadro exhibido en el Castagnino, queriendo saber qué quiso decir con su obra el padre de la criatura. El que crea tiene el derecho inalienable y absoluto a decidir libremente lo que hace. Inalienable y absoluto. Eso es el arte, creo. Para las reglas, está la vida prosaica organizada por las normas de convivencia. Pero me parece que es bueno recordar que el que se para frente a esa obra tiene una libertad simétrica a la del autor para contemplar y sentir lo que se le cante. Son dos libertades que se suman, dialécticamente, para hacer nacer otra libertad distinta: la de las opiniones. Y esos pareceres no admiten juzgamiento. Una vez que el artista dice, su mensaje ya no le pertenece. Es, efímeramente, del dueño de la mirada que contempla. Hasta que otro, vos, yo, la vuelve a mirar.
El joven y educado Mauro Guzmán quiso contar que el fundador del cristianismo besándose con el hombre que teme a la criptonita era un símbolo de la soledad de dos seres poderosos que buscaba en un par (perdón por la torpeza de la expresión) el afecto incondicional. El autor del montaje sintió que el que pedía no arrojar piedras sucias de prejuicios encontraba en un ficticio omnipotente a un hermano receptor de pedidos sobrenaturales a cambio de ser creído, de ser aceptado. No me disgustó, te tengo que decir, la metáfora. Pero todo está muy bonito, marche preso, yo no vi tamaña imagen del poder ni por asomo, me dijiste. Eran dos amigos en un baile de disfraces que celebraban su amor a escondidas de los otros. Eso vi yo, me dijiste sin el menor prurito artístico. Y, por fin, el doctor Guillermo Grisolía creyó que se ultrajaba la memoria del hijo del Dios Católico y lo que sentían los millones de sus seguidores. ¿Cómo laudar, desde un gobierno municipal, ante tanta disparidad? ¿El cuadro es un canto de dos poderosos solos, dos amantes en baile de disfraces o una ofensa al cristianismo?
Es todo y nada de eso a la vez. Es todas y cada una de las miradas que lo contemplaron y lo contemplarán.
Lo que seguro no implica es un motivo para que una obra sea censurada o quitada de un espacio público de arte. No me atrevo a enumerar qué cosas deberían ser impedidas de ser mostradas so pretexto de creaciones intelectuales intolerables. Quizás las que someten a violencia física a los semejantes. Porque, también creo, esas prohibiciones deberían ser muy pocas. El riesgo por la pelea de la libertad debe ser un riesgo grande. Enorme. Una sociedad que sólo cree que protege el mejor vivir prohibiendo, se muestra más como autoritaria que como respetuosa de lo que dice proteger. Alguna vez deberíamos probar con saber que el que descalifica injuriando lo distinto, lo que no comparte, se agrede más a sí mismo (y se muestra tal cual es para que no quepan dudas de quién es) que al presuntamente injuriado. El que desprecia públicamente a un judío, a un negro o quien sea se (des)califica públicamente y se condena al desprecio abierto, no escondido, de la mayoría. Si se lo prohíbe tiene la coartada de la victimización. De allí, la negación rotunda a la prohibición esgrimida de movida por la Muni, merece celebración.
Por eso, el centro de todo, me parece, es la provocación. Hay un artista que quiso provocar, se dice con voz ahuecada. ¡Y por eso es que es artista! Si no quisiera inducir o incitar estaría timbrando recibos del inmobiliario en la caja uno del Banco Provincial, sin cuota cinco, de paso, por convicciones de otro tenor creativo de los que hasta hace un año gritaban fuego de un lado y hoy reclaman por la falta de bomberos del otro. Pero ése es otro tema. Achacarle a Guzmán que con Cristo o con lo que sea quiso generar opiniones es tan naif como no darse cuenta que el abogado Grisolía quiso provocar una polémica de notoriedad. De lo contrario, le hubiera bastado con acercarse sin demasiado aspavientos al director del Museo para que colocase un cartel que advirtiera del tenor de la sensibilidad religiosa que podría verse herida y, luego, invitar en su iglesia o entre los suyos a no concurrir al Castagnino.
Claro que aquí hay provocaciones. Dos, al menos. Con todo respeto, con ánimo de pregunta más que de dogmática respuesta, creo, me dijiste, que hay que contemplar esas dos provocaciones a la luz de la naturaleza del arte y bajo el prisma de la naturaleza de la notoriedad social que pueden impulsar la voluntad de generar estímulos o enojos. De los del sentir y de los de la banalidad.
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