CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
Hay días y noches, en los que el espejismo se asemeja al reino de la ascendiente montadura. Yo, narradora reflexiva, que se toma todo el tiempo del mundo para descalabrar minuciosamente los estantes, las leyes y los dogmas; que socavo con paciencia las bases que mantienen firme el enorme monumento de la realidad quejumbrosa, ruego a mis severos lectores, me permitan esta vez, dar cuenta inmediata del prodigioso traspié que anoche dio la vida.
Ella se cree que todos los días van a ser iguales. Que los colectivos sólo pueden cargar el cansancio de los empleados, la impotencia de los maestros, la rebeldía de los estudiantes. Su vasalla, la literatura realista, se siente dueña de los que viajamos en colectivo. Sus hacedores nos describen según pertenezcamos a la clase media o al proletariado. Nos asignan roles y contiendas. Nos utilizan para propagar ideologías, para ensalzar o hundir gobiernos, para ganar premios, para recibir pensiones vitalicias.
Pero anoche, sensibles lectores, la literatura fantßstica, hizo en el colectivo, una jugada maestra. Sentó en el primer asiento, a una joven que a nadie llamó la atención. El empleado del ciber miraba como siempre por la ventanilla. Los estudiantes de arte cargaban sus bastidores, los de música sus partituras, los de psico sus lacanes, los de derecho sus querellas. La docente, la empleada del cotillón, el portero y el desempleado, movían rítmicamente la cabeza al compßs del motor cuando ocurrió el primer milagro: una madre joven descendió del colectivo con un bebé en brazos pero otro, de pocos años, quedó dormido en el asiento. Nadie mßs que la muchacha reparó en ello, entonces, resueltamente, ésta tomó al niño en brazos y lo entregó a su madre que, ya en la vereda lo sostuvo como pudo mientras trataba de despertarlo. Pero la generosidad de esa muchacha llamó mucho mßs la atención porque se desplegó en dos niveles antagónicos: uno moral y otro carnal. Sabemos de qué nivel se ocuparß la literatura convencional, pero a mí, narradora expatriada, me corresponde dar cuenta del costado carnal.
La joven predispuesta, al agacharse para tomar el niño en brazos, no pudo sostener sus deslizantes pantalones que cedieron hasta la mitad de las caderas. La perfecta línea de atrßs, nos fue mostrada como una obra maestra. Era un culo sereno y abismal. Sin tribales ni letras chinas que entorpecieran su lisura. Ante esa íntima majestad develada, el empleado del ciber se incorporó en el asiento, sin saber si era necesario socorrer la exhibición crepuscular de la que, a su vez, socorría. Los estudiantes de música guardaron un respetuoso silencio ante esa gruesa cuerda de guitarra que se imponía como una sinfonía entre voluntariosa y procaz. La docente, el portero, el desempleado, la vendedora de cotillón, hicieron el típico parpadeo de los que necesitan corroborar si lo que están viendo es sueño, es literatura, milagro o cámara oculta. Los estudiantes de arte, bajo sus ropas, fueron vivientes figuras de Schiele por el temblor y por la voluptuosidad. El chofer sintió que toda la jornada laboral había sido pagada con creces.
El viaje continuó, en apariencia, normalmente, pero en cada una de las mentes de los que poblßbamos de pensamientos el estrecho margen del colectivo, se revisaba una y otra vez el esplendoroso momento. Las ideas eran tantas, que se mezclaban, y en el amontonamiento, se frotaban, se abotonaban, se reproducían.
Yo me di cuenta al instante de que esa culona milagrosa, me estaba dando un argumento nuevo para escribir, así que ademßs de revivir, como el resto del pasaje, el deleitoso acontecimiento, agradecía a los apocalípticos dioses de mis destierros, que me procuraran la oportunidad de testimoniar un milagro que, esta vez, no ocurría puertas adentro: todo el que viajó conmigo anoche en el 122, puede dar fe de este texto.
Pero atención, queridos lectores, acß no termina la dicha que nos tenía reservada el traspié de la vida.
Cuando llegamos a la parada en la que la muchacha debía bajar, al ponerse de pie, se le cayeron monedas, o joyas, o estrellas, o gemas, o palabras, o intenciones. ¿Puede un escritor imaginar la redundancia de repetir el mismo accidente en el mismo relato? No. No se nos permite abusar de la estrategia. Es imposible, también, que la vida, tan hecha y derecha para la literatura de las gentes buenas, conceda dos veces en una misma noche, en un mismo colectivo, la misma felicidad.
Demßs estß decir que nadie acudió a ayudar a la muchacha porque era preciso que ella anduviera así, acuclillada ante nuestras narices, con el pantalón descorrido casi hasta el desnudo total del eclipse.
La muchacha, la musa, la culona, era tremendamente conciente y feliz por aquello que nos causaba. Fluía de aquí para allß, en un mar de deseo como una sirena sin bombacha. Nadie prestó atención a lo que recogía. Seguramente eran objetos invisibles que no podrían ser descriptos jamßs por la tranquilizadora literatura que sólo legitima la cara mßs evidente de la realidad.
En cambio mi escritura se esmera por testificar el crepúsculo.
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