CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Desde que Willy Harvey me regaló este libro, ya no recuerdo cuántos años hace, creo haberlo leído con desprolija constancia. No deja de sorprenderme, no deja de hacerme sentir identificado con él. El libro está roto, por lo menos las tapas y las contratapas. El lomo está despegado. Está plagado de anotaciones (la mayoría en lápiz) y subrayado por todas partes. Es uno de esos libros que están incorporados a mi vida, que son parte de ella, que la sustentan. Sé que para varios amigos -anotaré algunos, porque me complace hacerlo: el Negro Ielpi, Eduardo D'Anna, Fernando Quaglia, el Negro King- no haría falta nombrarlo, pero como es un libro desaparecido, al menos de las librerías de Rosario, me parece necesario decir que se trata de "La tumba sin sosiego", de Cyril Vernon Connolly (1903-1974). La primera edición inglesa es de 1944; la que yo tengo es la primera edición argentina, traducida magníficamente por Ricardo Baeza (Sur, 1949). Guardo en su interior un artículo de Martín Aldao (hijo) publicado en La Nación en abril de 1949, enviado desde Londres, en el cual Aldao narra una entrevista a Connolly. Ahora quiero hablar de una nueva relectura donde vuelvo a visitar esas páginas que, como muchas otras, han sido el punto de partida de algunos de mis artículos o poemas.
Connolly habla de un encuentro que solamente comprenderán aquellos que han vivido una experiencia semejante. La anotación corresponde al primer día del otoño, en Londres. Tiene un encuentro casual con una muchacha. La describe: frente alta, naricita en punta, labios llenos y lindos ojos, pelo oscuro y una "expresión adusta y malhumorada, personificaba a la vez la belleza y la inteligencia en zozobra. Llevaba las piernas desnudas, sandalias, un traje de pana verde y una casaca de hilo. Con un sentimiento intolerable de frustración la vi desaparecer: 'o toi que j'eusse aimeé'. El carácter violento de este encuentro me enseñó algo más de lo que sabía sobre la naturaleza de mis emociones". La línea que cita Connolly pertenece a un texto de Baudelaire: "Oh tú, a quien habría amado". Luego apunta que enamorarse a primera vista significa que tiene que haber aquello que Saint-Beuve llamaba "le mystere".
Enamorarse, claro, no es lo mismo que amar. Esos encuentros casuales, inesperados (aunque borgianamente no dejamos de pensar que todo encuentro casual es una cita), deben vivirse: De otra manera no se explican. A quienes les ocurren ni se les ocurre buscar una explicación. Siempre es mejor ese misterio del que hablaba Saint-Beuve. Connolly no cita completa la línea del poema de Baudelaire, sino sólo la primera parte. Es el verso final de "A una que pasa", y dice: "¡oh tú, a quien habría amado, oh tú que lo sabías!". En varias líneas anteriores, el poeta ya insinuaba la violencia del encuentro: "... fugitiva belleza cuya mirada me ha hecho de pronto renacer, ¿no volveré a verte más que en la eternidad? En otra parte, muy lejos de aquí, demasiado tarde, tal vez nunca...".
Tener esos encuentros se hace cada vez más triste mientras los años avanzan. Se recuerdan con esos detalles que la memoria ha retenido pese a que se trata de imágenes frágiles: Esa que pasa, en una mañana fría, lleva puesto un impermeable, con una de sus manos se levanta el cuello del impermeable, o acaso sea una campera, que le protege la cara del frío; es bonita, pienso que es leve, desprotegida, camina hacia mí y necesariamente se cruza conmigo y simplemente la dejo seguir.
La vejez es terrible. Connolly apunta que "la verdadera pauta de la existencia sólo puede ser bien estudiada en una larga vida como la de Goethe; una vida de razón, interrumpida a intervalos por estallidos emocionales, desplazamientos, pasiones, locuras". Cuando cita a Chamfort escribe: "Cuando un hombre y una mujer sienten el uno por el otro una pasión violenta, siempre me parece que ambos amantes son el uno del otro por naturaleza, que se pertenecen por derecho divino". Creo que debería limitarme a copiar las palabras de Connolly, pues me identifico tanto con él que no debería interrumpir sus textos, sería mejor no inmiscuirme pues nada de valor agrego. "La unión sexual plena y mutua entre dos seres es la sensación más rara que puede ofrecer la vida. Pero no es absolutamente real. Basta que suene el teléfono para que se interrumpa. (...) El que no la ha sentido, jamás vivió; el que vive sólo para ella, sólo vive en parte".
La mujer, tanto cuando ama como cuando deja de amar, es feroz, invencible. Uno se transforma en un títere, parece vivir colocándose las máscaras a las cuales presumiblemente tiene derecho el poeta. Mientras los años pasan las cosas empeoran. Quiero decir que a partir de cierto punto, paulatinamente, con mayor o menor rapidez, los años pasan y mucho de lo que hacemos, de lo que deseamos vivir con plenitud y no llegamos a lograrlo, nos transforma en algo un tanto patético, contra lo cual no hay lucha posible. Sin embargo, patético o no, bufón al día, la edad no impide el amor ni enamorarse. Todavía persiste aquel poema de Rilke: "Apágame los ojos: puedo verte, / ciérrame los oídos: puedo oírte, / y hasta sin plantas puedo ir a ti / y hasta sin boca puedo conjurarte...".
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