CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Nena, creo que hoy te haré el amor. Te subirás al tobogán y te esperaré abajo, abierto de carnes. Pero antes, nos tiraremos juntos, boca abajo y vestidos. Hablaremos de vulgaridades amables. Será de noche. En el parque despejado no quedarán chicos ni guardianes. Te contaré muy al pasar que hoy he cobrado el jornal; pero de la trivial discusión que mantuve con el pagador, no.
Evitaremos las penurias. Vos acallarás esa cosa siniestra que se desencadenó en la casa donde trabajás. Te esperaré abajo, a carnes abiertas. Me caerás en tumulto, sobre las piernas. Ya habremos desafinado algún samba en la guitarra, sobre la arena todavía caliente de la plaza. Habrá grillos. Con suerte, una luciérnaga dibujando fuegos. Nos sentiremos un poco ebrios; yo habré llevado una cerveza.La tomaremos a pico aunque se haya entibiado por el trayecto en la moto. Vos no mencionarás que ese hombre viejo al que atendés, condenado a inmovilidad perpetua en su lecho, ¿amnésico? ¿senil? hoy se irguió, retomó el habla y exhibió una lucidez fuera de diagnóstico. Que abrió la boca luego de dos años. Tampoco detallarás que no preguntó qué hacías allí, en su dormitorio, pero exigió que le masajearas las piernas.
No me dirás que obedeciste. Es un viejo, ha sido poderoso. Todavía no se muere. Acostumbrado a manejar árboles de decisión, organigramas donde cada cual ocupa un punto, donde las órdenes bajan en tobogán, como bajaremos pero abrazados hasta que vos te tires y yo te ataje a carnes abiertas. Habrá ese transeúnte que pasa bajo el farol y nos escaparemos de él refugiándonos en el maicillo crecido por las lluvias. Claro que podremos correr hasta la laguna que forman los charcos que acumuló el chubasco. Y libraremos una batalla a puñados de fango; enseguida nos untaremos con barro, como los chicos, y nos acostaremos sobre el agua turbia. Nuestra carne se hundirá en el lecho también tibio por el calor que ha roto el récord de la última década. Y por el calor, el hombre viejo te pedirá que le saques el pañal que lo denigra, y se lo quitarás, incómoda por su examen que recae en cada movimiento tuyo, un escrutinio que él saca de lo que era antes, cuando concentraba poder y no se acaba de morir y hay que cambiarle sus lienzos y en ese menester te aguarda un salario.
-¿Cuánto te pagan?- querrá saber el hombre, -en dólares decime-, y vos calcularás equivocándote un poco: tanto. -Con que eso es lo que valgo. ¿Tenés estudios? -Enfermería. -Un cursito de dos meses en algún hospital público. -Duró un trimestre- corregirás vos y me corregís el abrazo; de rodillas, empezaremos a quitarnos la camisa, pecho a pecho. Enchastrados en agua sucia.
Pero el viejo indicará: abrí el tercer cajón de la cómoda. Dentro habrá ropa. Se la traerás. Él dará una vuelta en la cama y según su firme indicacion le colocarás pantalón y camisa. Exigirá que lo lleves al baño, que le desabroches la bragueta. Se divertirá a tu costa, te hará sostenerle sus glándulas mientras orina, tan de vuelta en sus cabales. Que lo plantes en el inodoro y te cagará a la vista, tan aquí, tan no muriendo. Mientras él te pide el aparato telefónico, su agenda, y combina salidas con antiguos amigos y "me acompañará mi secretaria", cabeceando hacia vos, vos pondrás la vista en el platito con cuatro píldoras. Las cuatro píldoras que la enfermera nocturna omitió suministrarle al postrado antes de que la releves en el turno, prescripciones de médicos y recomendaciones de hijos. Medicamentos para ¿alzheimer? ¿demencia senil? ¿amnesia? ¿anuladoras de poder? Se las mostrás al viejo. El viejo cuelga y se las apropia, rapaz. Saldrás a la calle con él y su bastón. Llegarán en taxi a un laboratorio. Antes, el viejo habrá abierto una caja fuerte, mediante unos números que te esconde y ha escondido a sus hijos como ocultamos vagamente la ropa pateándola bajo los arbustos, mojada y sucia. Habrá sacado dinero. Lo ha contado, ha efectuado cuentas precisas. Dólares. En el laboratorio analizarán las pastillas. Ustedes esperarán los resultados. Sabiéndolos, ya no habrá manera de que alguien pueda obligarlo a él a que las ingiera nuevamente. "Me desquitaré" se relame el viejo. Te aprieta la mano. Buscarán a un cerrajero, y también a un antiguo custodio. Regresarán al departamento. El viejo, "ya verán", liberado del coma, te hará servirle la comida, manteniéndote de pie, a su lado. Tomará cuenta de tu lenguaje. Te corregirá cada palabra errada. Te señalará tus manos de fregona y las cremas que las repararán. Te hará desnudar tus pechos. Pondrá allí su cara. Sacará de vos toda la obediencia que necesite. Obediencia que interpretarás como lealtad.
Cuando salgamos, embarrados, felices, un perro levantará las orejas. Nena, hoy te haré el amor. Buscaremos el mejor acolchado de gramilla, bajo el galope de nubes que ojalá pudiéramos montar como planeadores.
En algún momento incurriré en la rutina de
-¿Cómo te fue en el trabajo?
-Como todos los días-, asegurarás.
Alzaremos el porrón vacío, nuestra ropa, nos lavaremos en la canilla que se halla cerca de la cancha de bochas. Nos vestiremos. Te preguntaré a qué hora nos vemos mañana. Sin saber sabiendo que ese collar flamante y valioso en tu garganta me irá empujando progresiva y rotudamente al cada vez menos, al "hoy no puedo salir, mañana difícil, quizá el lunes", que se espaciarán y espaciarán estos encuentros en la plaza hasta que ya nunca subamos juntos a la moto, enfilemos al parque, te trepes al tobogán para que yo te reciba de carne abierta, te pase la magnolia que te estoy pasando y la sujetes detrás de la oreja, tan fragante.
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