CONTRATAPA
› Por Miguel Roig
He vuelto a leer Los Muertos de James Joyce. A pesar de ser un relato breve cada vez que vuelvo a él, en esas pocas horas de lectura, descubro algo que antes no había percibido. Lo cierto es que ahora lo he entendido como un relato que trata de explicar el sentido de la vida y no como una mera interrogación sobre la muerte. Ambas cosas pueden parecer una misma cuestión, pero Joyce se encarga de que no lo sean. Gregory, el protagonista del cuento, al llegar a la casa de sus tías junto a su mujer, Gretta -el verdadero eje de la narración-, al banquete de fin de año, se sacude la nieve acumulada en los hombros del abrigo y asegura que no dejará de nevar en toda la noche. Y la nieve cae durante toda la velada sobre Irlanda y continuará cayendo hasta la última línea, cuando así lo vea Gregory, a través de la ventana del cuarto del hotel al que irán a descansar y después que Gretta haya caído rendida tras confesarle una verdad que cambiará para siempre el sentido que Gregory le había dado hasta ese momento a la vida.
Es posible que no hubiera vuelto a leer ahora Los Muertos si no fuera por un encuentro con Jorge Isaías en una calurosa y húmeda mañana de enero en el Laurak Bat. Mimamos, después de años sin vernos, una larga charla en la que se cruzaron anécdotas de vida, comentarios sobre la suerte de muchos amigos en común y algunos libros que, en todo el tiempo transcurrido desde el último encuentro, nos habían dejado huella. Al final, como es costumbre en Jorge, me regaló un poemario suyo. Al ver la foto de la portada del libro que me entregó me quedé sorprendido: bajo un cielo gris, cargado de frío, se veían los andenes de una vieja estación del ferrocarril totalmente cubierta por la nieve y un cartel que identificaba el sitio: Los Quirquinchos. Lo poco que sé sobre Los Quirquinchos lo he oído por boca de Jorge o lo he leído en alguna de sus crónicas para el periódico, pero una cosa es segura: esa foto corresponde a la única nevada que acaeció en décadas en ese pequeño pueblo de la pampa húmeda. Curiosamente, en la víspera de ese día, en Madrid nevó copiosamente, como casi nadie recuerda haber visto nevar y horas antes de que Jorge me entregara su libro con el insólito pueblo blanco en la portada, yo había recibido una foto en el móvil en la que se veía otra escena casi onírica: Sarita, una niña de once años, haciendo una bola de nieve en la puerta de su colegio en Madrid.
La decisión, le dije a Jorge entonces, en la mesa del Laurak, de poner esta foto en la portada, puede que sea uno de tus mejores poemas.
A Jorge lo conocí en los años ochenta cuando, al igual que hoy, ejercía como profesor de Literatura y además era propietario de Trilce, una pequeña librería que estaba en el pasaje Pam y en cuya trastienda, al caer la tarde, nos encontrábamos algunos amigos para compartir una charla y muchos mates. Algunos de los libros de poesía que aún me acompañan los recibí en aquel tiempo de la mano de Jorge y hay uno en especial, una novela, que en estas dos décadas ha ido de casa en casa conmigo y que cifra una infinidad de vivencias. Se trata de la primera edición de La Vuelta Completa de Juan José Saer, publicada en 1966 por la Editorial Biblioteca Popular Constancio C. Vigil. Con el paso de los años muchos de los nombres vinculados a esa edición se fueron cruzando en mi vida dejando un poso que sigue alimentándome: el autor, Saer, los directores de la colección en la que fue publicado el libro, Jorge Riestra y Rubén Naranjo y el diagramador del volumen y autor de la portada, Juan Pablo Renzi. Gracias a mi trabajo como periodista pero mucho más a mi suerte, con el paso del tiempo fui conociendo a cada uno de ellos.
Al escritor Jorge Riestra lo conocimos con Alejandro Lamas y juntos hicimos un recorrido sentimental, guiados por Riestra, por todos los cafetines de Rosario y los salones de billares que aún sobrevivían a principio de los ochenta. Al grupo se sumó Jorge Vidoletti y los tres, Vidoletti, Lamas y yo recibimos durante mucho tiempo regalo inolvidable: una o dos veces al mes, Riestra nos recibía en su piso de la calle Montevideo para escuchar su colección de discos de tangos en audiciones cronológicas, desde las primeras orquestas hasta llegar, muchas veladas después, a Piazzolla. Rubén Naranjo y Juan Pablo Renzi fueron dos plásticos, cada uno a su particular manera, que me enseñaron a mirar un cuadro. Renzi fue más allá, porque me recibió en Buenos Aires cuando me fui a vivir allí, y siempre tuvo tiempo y ganas para compartir güisquis y prolongadas charlas en su estudio o en el Florida Garden, su constante parada vespertina. En una de esas tardes me presentó a su gran amigo, Juan José Saer, con quien, muchos años después, nos cruzaríamos más de un verano por las calles de Cadaqués.
Debajo de la nieve imposible que se amontona en los andenes de Los Quirquinchos distingo a las personas, los recuerdos, las horas vividas y todos adquieren cierta trascendencia: el peso que ejercen sobre nosotros aunque ya no estén. Esto me lleva, también, a mi padre, quien en sus últimos años solía llamarme, desde Rosario, para contarme las cosas más imprevisibles de su vida cotidiana. Un padre desconocido para mí, que me hablaba de igual a igual, llegando incluso a hacerme confidencias inesperadas. Un padre que terminé de conocer descubriendo en Ibiza, en su casa natal, poemarios de juventud, cuadernos de dibujos y, fundamentalmente, una cantidad importante de cartas que le comenzó a enviar a su hermano a los pocos días de su partida hacia Argentina, desde cada puerto donde recalaba el barco en el que viajaba y que constituyen una especie de diario en los que se manifiesta una persona tan cercana a mí que, vaya paradoja, alumbra de manera curiosa nuestros desencuentros en los primeros años de mi juventud.
Mi padre también está debajo de la nieve. Y fue en lo primero que pensé esa mañana, abrumado por el calor de Rosario, con la foto de una niña jugando en la nieve en mi celular y la foto blanca de Los Quirquinchos frente a mis ojos.
En uno de los poemas del nuevo libro de Jorge se lee: La poesía (...) / No habla / del amor / que viene / sino del que permanece / en el rescoldo / alerta / tapado / por un puñado de cenizas.
Gregory, el personaje de Los Muertos, antes de observar a través de la ventana como cae la nieve esa noche, escucha el relato de Gretta, su mujer, quien le manifiesta su tristeza y justifica su distancia por un recuerdo juvenil: la muerte de alguien que perdió su vida por amor, por amor a ella. Gregory se hunde entonces en un inmenso vacío y al ver la nieve piensa que esta cubre a todos los muertos, deduce que está frente a una metáfora clara del devenir ante esos copos que caen lentamente al igual que pasan los años de nuestra vida y siente vacía la suya por no atesorar un recuerdo esencial, por vivir con alguien que, infiere, ha estado siempre en otro lugar. Se pregunta Gregory si no es mejor dejar este mundo en plena pasión y no desvanecerse y marchitarse con los años. Gregory pierde el sentido de la vida con los ojos clavados en la muerte. Olvida que tiene una compañera que le ama y que, simplemente, ha regresado a un lugar de su interior único e intransferible, imposible de compartir. Gregory niega esa imposibilidad: solo ve la reja que no le deja avanzar y se queda fuera, viendo sólo muerte debajo de la nevada.
La nieve en Los Quirquinchos, al igual que en Madrid, es pasajera. Oculta sólo un instante lo esencial para que nos demos cuenta, por una vez, qué es lo que hay debajo; de qué estamos hechos y cuánto es el caudal que acumulamos.
La nieve, como las cenizas que menciona Jorge en su poema, cubre el amor que permanece al abrigo de la intemperie y todo aquello que hemos recibido de quienes han compartido la vida con nosotros. Es parte de lo que tenemos para dar a quienes se acercan a nuestra vida.
Donde supura el aire. Jorge Isaías. Nos y Otros Editores. Madrid, 2007.
Dublineses. James Joyce. Alianza Editorial. Madrid, 2005.
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