Lunes, 16 de febrero de 2009 | Hoy
Por Sonia Catela
Cuando ella se olvidó de todo pero todo, de cómo se llama la lluvia que corre por su brazo, el perro que se acerca amenazante, la cuchara que arrima la comida, cuando no diferenció las caras humanas de las equinas o las de los mosquitos, ni distinguió su vida pasada de la que se encontraba viviendo, cuando su mente enterró los hombres que había amado y se borró hasta el nombre que era ella por llevarlo, cuando ya no recordó para qué servía un vestido, o cómo se pasaba el peine y ni el peine mismo, entonces, tampoco supo más del objeto de sus odios. A quién. Qué. Yo ocupaba un puesto, quizá importante, entre ellos. Y esperando venía, desde hacía dos décadas, mi momento, el que se da de una manera inesperada: aparece el aviso en la carnicería donde piden una cuidadora para la enferma. Marcharía a comer de su pan, a beber de su sudor, a oler el residuo en que había devenido, si me aceptaban.
Me presenté en la casona de los Riarte con mi mejor escenografía, peinado tirante, zapatos lustrosos, traje oscuro. Dados mis impecables antecedentes y referencias me tomaron, pese a cierta oposición bien fundamentada.
Me hallo frente a ella, al fin, Marina la gata, como supieron decirle. "Un Alzheimer", la reduce su sobrina al mostrarla.
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"Pero usted es hombre y se pide una cuidadora", vaciló inicialmente Titina. "Tengo experiencia, y fuerza, señorita. Estos pacientes requieren que se los levante y mueva para llevarlos al baño, ducharlos, acostarlos ¿se da cuenta?". Se dio.
Tenía prisa y ganas de darse cuenta.
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A esta cincuentona que escondió y me privó de algo que me concierne, se lo voy a hacer soltar ahora que puedo. Me corresponde el derecho de enterarme. Como sea.
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La baño. Reviso sus manchas, los abanicos que reemplazan la carne de sus glúteos, sus pechos desinflados, su pubis con pelos blancos, busco el punto del placer con el que dio y quitó, a su arbitrio, reviso la avaricia de sus dedos.
A este territorio que enjabono, lo superpongo al cuerpo de aquella fotografía que prendí a mi espejo. Este es aquél, pero borroso, su esqueleto. Igual que la pasión mutua que supo unirnos. Esqueleto.
Sujeté la imagen, la marqué con un círculo de fibra alrededor. Un blanco. Ahora disparo. Boca contra boca le descargo ignominias, Insultos, groserías latigazos morales.
Ella no me escupe. Mira y no mira. Sus pupilas son aguas de un mar muerto que fluyen, sin fondo, en las que no hay de dónde agarrarse.
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Habla, deambula, se rasca, orina contra la pata de la cama, se desviste, se come un tapón de birome, farfulla sin ton ni son, escupe palabras, una charla de papillas, cosas, gente pisadas con tenedor y escupidas. Pero cuando machaca tres veces "Ramirito querido" oprime una tecla que me aporrea la cabeza y hace estallar mi pulso.
Por Ramiro me hallo aquí.
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En mis manos. Ahí la abandona el oleaje de la indiferencia de su sobrina, en la costa de mis dedos.
No tuvo hijos. ¿No? ¿Y Ramiro?
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Me despojó. El relato de su saqueo debe hallarse en algún documento o trazo escrito, una carta, un diario personal. Reviso cajones. En tanto, ella se agacha en un rincón. Gime el nombre que me pertenece, Ramiro, Ramiro.
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Primer hallazgo entre los trastos que se apilan sobre el techo del ropero: un atado de cartas; cuentan de amores, de protestas, de acusaciones cruzadas, de pagos y deudas, de recriminaciones.
Mi rabia la empuja contra la cama: hablá, hablá. Se tapa las rodillas.
La dejan sola, en mis manos. La confinan en este cuarto para ofrecer en alquiler el resto de las habitaciones.
Pero la ex Marina no puede hablar. Y las cartas mezquinan toda mención de Ramiro, mi hijo.
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Sin embargo, cuando la zamarreo o me acerco a increparla, hay en ella una reacción. Como si los recuerdos, al bajar de nivel, recalaran en el escalón de los sentidos.
Y desde lo sensorial, al olerme, toda ella se endurece. No puede designarme. Pero su olfato lo hace.
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Ella tenía una panza con algo mío, algo al que llamábamos Ramiro, cuando se fugó con aquel Marchisio después de una tormenta entre ambos. Marina se perdió de vista, olor, cuerpo, fragancia; dejó una despedida corta y humillante anotada con lápiz labial en el espejo.
"No lo vas a ver nunca". Ira efímera que dura más de veinte años.
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Pesco, paso mis redes de tiempo por el agua que mana de su boca. En la voz de quien fue Marina puede aparecer el pez de una palabra casual, una revelación al azar. Como ahora, que pronuncia mi nombre. Sin saberlo, sin saberme.
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No encuentro siquiera una referencia a Ramiro. Nada. Desisto de seguir buscando los datos que nunca supe dónde escondía, y que ahora ella tampoco.
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Esta mujer sólo conserva la memoria de la carne, la de succionar, respirar, la primera memoria.
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¿Por qué sigo aquí, entonces?
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"Cochino, cochino", grita su sobrina sorprendiéndome en lo que podría ser un abrazo o un asalto a la ex Marina. Salgo de la cama; me cubro con una toalla, y con disculpas y explicaciones. Exhibo aquella historia antigua, esa relación y esa progenie compartida con la enferma, la información de un paradero que no consigo. "¿Un hijo?" se enoja Titina. "¿Un heredero?", la corrijo mentalmente. "Pero ¿qué mentira es ésa?"; Titina trastabilla entre desconfianzas; no atina a elegir el camino que le preserve intacto su patrimonio. Le muestro la foto de aquélla que supo ser mi mujer, con dedicatoria a su gran amor, etc. Propongo quedarme unos días, sin cobrar un peso, hasta que me encuentren un reemplazante. Ofrezco la gratuidad de mi trabajo. No sabe qué hacer. Por fin saca su solución, que por ahora continúe aquí. Esta misma tarde aparece con un escribano para asegurarse de que no la estafen; pero no logra que su tía garabatee los papeles que tranquilizarían la herencia; al fin, terminan por ponerle la huella digital de Marina a lo que la legislación manda. Corroboro con mi firma de testigo la legalidad de lo actuado. Con aire solemne y un portazo, Titina se retira de la habitación. Es su despedida. Ya no volverá por aquí.
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Definitivamente abandonada en la costa de mis dedos, por el oleaje de la indiferencia de su sobrina.
Mi ex mujer conserva sólo la primera memoria de la carne. Succionar, respirar. Le murmuro al oído una pregunta a la que no puede dar respuesta. Dónde está Ramiro. Vive o murió. Paso mis redes de tiempo por el agua que mana de su boca. En la voz de quien fuera Marina puede aparecer el pez de una palabra casual, una revelación al azar. Me abrazo a ella, lloro sobre ella. Pregunto. No ceso de preguntar. [email protected]
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