CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
De aquellos tiempos lejanos, de aquellos tiempos lentos y no sé si felices, pero seguramente distintos como supo decir el gran Raúl González Tuñón, conservo una pasión además de la que tuvo que ver con el fútbol. Porque el fútbol era como una segunda respiración, era tan natural como caminar por la calle, como el desayuno que mi madre ponía sobre la breve mesa de la cocina que cubría un hule modesto, de color azul con grandes cuadros de un amarillo desvaído.
El fútbol era como el cigarrillo furtivo, el de la adolescencia, el que nos daba –creíamos- patente de "hombre", o al menos personas un poco mayor que la indigencia de nuestros pantaloncitos cortos, una verguenza cuando ya entrábamos en la adolescencia y hasta que la vieja no nos comprara el primer traje de "pantalones largos" había que sufrir el oprobio de las "cargadas":
-"Abájalo" a tomar agua, Massei...
Esos eran los símbolos de una cuasi adultez, al menos en ciernes, el verdadero final de la infancia ya agotada: el primer cigarrillo y el primer pantalón largo.
El primer cigarrillo lo fumé con Titi Bertozzi en un alto maizal del tío Berto -que era su tío y mi tío pero por diferentes ramas- y era, lo recuerdo, un paquete de diez cigarrillos marca Nobleza, de una etiqueta marrón y tal vez fuera de la casa Picardo, aunque hoy lo olvidé, producto de las propinas o tal vez del hurto de monedas que fueron a parar al boliche del Turco Alé quien no nos hizo ninguna pregunta.
Por la mañana fumamos uno cada uno, pero cuál no habría sido mi sorpresa cuando a la tarde volví a la casa de mi tío y el "Titi" se había fumado el resto, "para que no nos descubrieran" según adujo y como era un par de años mayor, tuve que atender su excusa, aunque me sentí traicionado.
Del primer traje con "los largos", como metonímicamente se hablaba del ambo, tengo un recuerdo más claro. Cuando cumplí trece años mi viejo me llevó hasta la antigua casa Belfast que estaba en la esquina de Rioja y Sarmiento y de allí salimos con un flamante traje -que él prolijamente me había elegido ya que le gustaba a él -quiero decir que me lo llevé puesto, fuimos hasta el nuevo parque Nacional a la Bandera que tenía, como el Monumento recién estrenado, la admiración de mi viejo, donde me hizo tomar una foto con un "artista ambulante". Foto que guardo aún.
Ingreso ahora al nudo principal de mi relato, lo que en verdad quiero contar, que es mi pasión por el boxeo, y la caída de mi ídolo y mi llanto por esa caída.
A mi padre le gustaba mucho el boxeo y tal vez haya sido por su influencia que yo de muy niño me empecé a interesar por él. Siempre me hablaba de sus dos ídolos: Luis Angel Firpo y Justito Suárez, el Torito de Mataderos. Así se refería siempre a él: Justito le decía. A este boxeador guapo y muy querido, un verdadero ídolo popular ya inmortalizó Cortázar en su cuento "Torito", así que no voy a redundar aquí, pero aclaro que en mi casa durante toda la niñez vi una gran foto de Suárez en su esplendor, antes de viajar a EE.UU. en una pose para el periodismo, esa foto estaba colgada en la pared del comedor, sobre la inmensa radio con la cual escuchábamos las peleas de entonces: las del "Chino" Oscar Pita, Alfredo Bunetta -rosarinos y campeones nacionales-, pero también de otros grandes de entonces: Luis Federico Thompson (un panameño naturalizado argentino), Cirilo Gil, Martiniano Pereyra, Rafael Merentino ni qué hablar de cuando fue la visita de dos grandes del boxeo mundial, el gran Joe Louis (otro ídolo mío) y Sandy Sandler, que vinieron a hacer exhibiciones y se sacaban fotos con Perón en el Luna Park antes de cada función a beneficio de algún horfelinato.
Aún recuerdo el día en que mi querida maestra de cuarto grado, la bella e inefable Elena Gabilondo de Zublezú entró eufórica (ella que era tan medida siempre) y nos dijo:
-Chicos, tenemos nuestro campeón mundial, se llama Pascualito Pérez y nos instruyó aquello que todos sabíamos. Que era mendocino, que era campeón argentino y sudamericano de los livianos, que había traído una medalla en los juegos panamericanos de Londres en el '48, etc. También habíamos visto la famosa foto donde Perón lo baja casi del cuadrilátero al darle un abrazo, tan pequeño era. Su rival se llamó Yoshio Shirai y recibió la peor paliza de su vida a manos de nuestro connacional y que según los diarios de la época había ido con su guapeza argentina hasta ese país que a nosotros nos resultaba tan remoto como la mismísima luna.
Mis ídolos de entonces eran Juan Manuel Fangio, Oscar Massei y en el boxeo Eduardo Lausse, a quien los periodistas habían apocopado K.O. por la contundencia con que terminaba sus peleas, enviando a sus rivales a la lona "por la cuenta total" como se enfervorizaban los periodistas al comentar sus peleas.
Lausse hizo la carrera de todo boxeador de entonces. Eran épocas muy duras, había que ganar el Campeonato argentino primero, luego el Sudamericano como para querer tener una chance con el titular de la corona mundial. Pero eso no era fácil en aquellos tiempos, nadie tenía prioridad aunque estuviera bien en el ranking, primero había que ir "al gran país del norte" a pagar derecho de piso .
Primero le ponían un "paquete", si ganaba iba ascendiendo, la cuestión es que cuando tenían la oportunidad (si es que no los destruían antes) llegaban tan golpeados que eran fácilmente batidos. Hay que aclarar también que en esa época había grandes campeones y casi todos estaban en EE.UU.
Yo seguía sus peleas por radio y cuando viajó a intentar el título o una oportunidad para disputarlo fue tumbando muñecos como si nada, hasta que le pusieron un negro de cuyo nombre no me acuerdo pero a quien apodaban "The Tiger", al que Lausse venció luego de un feroz combate donde no se dieron tregua y logró el triunfo a zurdazo limpio.
Recuerdo la foto de un Lausse ostensiblemente cansado, lleno de sangre (le había cortado el otro ambos arcos superciliares, se había quebrado una muñeca) y gran vencedor.
El titular muy grande decía: "Más Tigre fue el nuestro", en un alarde de nacionalismo deportivo muy a la moda entonces cuando en los rings se jugaba algo más que la plata, que por otra parte no habrá sido tanta como ahora.
Esa lesión obligó a resignar sus expectativas al título, pero hizo algo más: aceleró su decadencia.
Cuando no estaba aún en condiciones, su manager aceptó el reto de un marplatense fanfarrón que venía haciendo roncha a punta de guapeza, su boxeo no gustaba y sus declaraciones a la prensa menos. Se llamaba Andrés Selpa y pasó lo que nadie creía ni soñaba: mi ídolo, el discreto, el buen tipo, el peleador y noqueador máximo de nuestro boxeo fue vapuleado y vencido por un desconocido que luego se haría más famoso, pero en las páginas de la crónica policial.
Incluso, creo que le ganó en la revancha que dio Selpa a Lausse para que optara por la recuperación de ambos títulos que le había arrebatado meses antes.
Esa noche, la primer noche de la derrota de mi ídolo no lloré , porque yo esperaba la revancha, pero cuando Lausse perdió por puntos lloré desconsoladamente y tanto que mi viejo tuvo que retarme, ya que dijo "los hombres no lloran", pero yo no tenía consuelo y encima me tenía que tragar las bravuconadas de ese miserable, para mí, de Andrés Selpa. Me encantó que perdiera pronto el título, pero ya Lausse estaba retirado de toda actividad.
Pasaron muchos años, un día entro a una librería del centro de la ciudad y veo a un tipo trajeado, parado junto a una mesa con una gran pila de libros, solo.
Al acercarme veo nada menos que a Serpa. Alguien lo había convencido que contara su vida al salir de la cárcel donde había sido condenado por un crimen pasional y con la intención de ganarse unos pesos, porque estaba en la ruina; un periodista escribió por él las memorias ya que era, por lo que creo recordar, analfabeto.
Me acerqué resueltamente y cuando lo tuve enfrente alzó la vista, tal vez creyéndome un cazador de autógrafos, pero lo miré a los ojos y le dije más o menos así:
-Selpa, no le perdono las lágrimas de chico que lloré cuando usted le ganó a Lausse.
No me contestó, me miró con esa mirada ya abstraída, ausente que tendría hasta el final. Y salí a la calle, pleno, como si de algo sirviera, como si hubiera sido una venganza largamente masticada y sólo era mi intención ser fiel con aquel niño que había llorado, abrazado a una radio, cuarenta años atrás.
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