CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
-Es la quietud, ¿ves?, me digo ahora que he aprendido a no temer por oírme hablar solo y hacerme preguntas que no responderé. En la máscara de las profundidades, más allá del dios bueno y del dios malo, anida, como en la cueva de un gatito nuestra alma. Así la imagino. Una madriguera oliente a serena naturaleza mordiente y soleada, atrevida pero silente, callada, reflexiva como una sustancia añosa que no teme morir. Y adentro, hecha un ovillo, ella. Todo esto me lo encuentro resonando mientras pedaleo; me dejo ir por las calles de piedras con el silbido como de serpiente de la goma delantera al morder el polvillo o el retumbar de las llantas traseras cuando atraviesa alguna boca de tormenta, un peñasco hondo cayendo y cayendo, el rectángulo de cemento de algún pozo de luz con rejas en donde por un segundo todo es estruendo. Miro las estrellas que se mueven conmigo. Es la quietud, me digo. Pero ya es ahora, y oigo ¿¿es la medianoche?? cantando Spinetta que debe haber tenido un recorrido en espiral o sobre el horizonte de las profundidades y cruzado en colectivo astral los arrabales de barreras para escribir así como lo hace. Dudo habrá ido al encuentro de un partido como lo estoy haciendo yo ahora. Me aparece otra voz, la de mi madre. Temo que muera, se me ha dado por esta cuestión ahora: por eso la celo, estoy pegado a ella salvo cuando la distancia por un partido me aleja de su casa. Es lo único que tengo en la faz de la tierra. Vuelvo a los doce años. De ella vengo, me enteré hace poco; salí atravesando ese arco de mallas sangrantes y justo ahora que lo entendí y no sentí repugnancia alguna por los detalles se me ha dado por imaginármela difunta, florida entre calas y yo, perdonado y solo en la cochería, un peón negro sin reina y sin rey. Ahora que mi padre ha entrado en el mutismo de su haber sin salida, el no ser afortunado con lo que tiene y que lo empuja a las islas con mi padrino buscando ese pez de las honduras que los obsesiona como a mí la quietud abismal, que es como el fondo de un río de siesta nocturna, este anochecer sin ruidos. Este que recorro. Es verano y un soplo frío, despistado, que viene de las alturas amengua las cosas, las pone justas, delineadas sin el calor irrespirable y nos ordena las médulas y las ganas de jugar. Al descender ya bordeo los cincuenta. Dejo el coche negro que es donde viajo, pero al pisar la vereda vuelvo a tener doce y apoyo la bici contra la enramada del jazmín chino: allá atrás, tras el portón se oyen los primeros chasquidos de la pelota, la algarabía firme de pibes en busca de las correntadas de sus almitas presas, con sus miedos de morir, o que se le palmen las madres, solos y acompañados en este vago temor del fin del estío, donde entraremos a los claustros pues ya rondamos los trece y la masturbación, el odio a la misa nos espera en medio de la familia como una Troya de la cual solo nos interesa algún arma con que sortear la mala magia y se llama poder salvar a la madre, charla, comprensión, mate, refugio. Todo lo que mi padre no puede ni ha podido. Por ello temo que ella se me muera. Estoy en la misma calle, ahora adulto y el olor ya no es de jazmines sino de sorgo sumergido, humedades de casonas en venta, mi cigarrillo humeando. Spinetta suena en el auto. Mi madre ya se murió denserio y espera la reducción de sus huesos que emprenderé mañana. Por eso, ahora entiendo, he venido hasta aquí, hasta el profundo abismo de las máscaras, la que nos quitábamos antes del juego y ya dejábamos de tener miedo por la muerte, por el Infierno, el castigo, el futuro, la escuela, la mala educación y el fin de los castillos. Ahí voy yo, camiseta blanca con dos rudimentarios senderos rojos desteñidos del lado del corazón a buscar el centro que nos haga empatar. -Voy ganando, me digo mientras tiro la brasa y estoy en paz con mi despareja vida que he ido armando con alambres, portlands, paños, arenas y barros distintos.
Empato de cabeza y en vez de festejar me voy al lateral, donde, sorpresivamente descubro que está mi padre, quien ha dejado de buscar en las entrañas del río su pez fabuloso y ha ido a verme por vez primera y me saluda con un toque de sus dedos en mi cabeza y, créanme, yo que conozco la quietud y las caras del silencio, lo veo sonreírme, aislado de todo y pleno. Mueve los dedos y me dice, me ordena que presionemos, que el triunfo está cerca. El como yo, ha encendido otro cigarrillo. Suena Spinetta y en una radio, tras el campito, también canta Goyeneche una canción sobre una mujer.
Mañana, ambos, mi madre y él, se fundirán en un vaso sacramental donde quedarán sus huesitos que denominan cenizas y yo los habré de soplar a la profundidad, la que luego habrá de elevarlos en el viento o demorarlos en las barrancas del río donde mi padre nunca obtuvo su pez sideral ni mi madre el banco donde contarme que nada es tan tremendo en la vida como el no ser auténticamente feliz con aquello que nos ha tocado.
-Es la quietud, me digo y no sé si tengo doce o cincuenta o ya me morí también.
Goyeneche, allá por los campitos tras el caserío anda silbando ahora ¿¿es la medianoche??. Hace un poco de frío. Es la quietud, ¿no te das cuenta?.
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